El Presidente ha decidido nombrar jueces en período de prueba. Es decir, jueces cuya duración en el cargo ya no depende de su “buena conducta” como explícitamente prevé nuestra Constitución para garantizar su independencia, sino -llanamente- de no hacer enojar al propio Presidente que debe confirmarlos en el cargo. Esto, desde ya, es independiente de nuestro juicio sobre los nombrados: es un desatino institucional cuyo daño futuro es difícil de dimensionar hoy. Tal vez sea uno más de los accidentes constitucionales en los que la historia argentina es pródiga, o uno de los primeros síntomas de un cambio de régimen. Después de todo, como los argentinos sabemos bien, la democracia constitucional es un sistema de gobierno como otros tantos, ¿o usted no conoce el Teorema de Arrow?

Lo que más llama la atención, de todos modos, es que esta decisión haya sido revestida del lenguaje de la constitucionalidad: nombrar jueces que no alcanzaron el consenso del Senado no se trata de una decisión autoritaria -nos dicen- sino de una posibilidad prevista por nuestra propia Constitución. El decreto 137/25, de hecho, tiene muchísimas más páginas de fundamentos que los decretos usuales. Cualquier amante traicionado ha aprendido a desconfiar de las excusas verborrágicas no solicitadas: ¿por qué dedicar decenas de páginas a algo que el propio decreto considera “no susceptible de cuestionamiento alguno”?

La decisión, formalmente, está sostenida en una lectura de la Constitución de un literalismo extremo y erróneo: la Constitución le permite al Presidente “llenar las vacantes de los empleos” y los jueces cobran un sueldo, por lo que seguramente habrán de ser “empleados”. Este razonamiento simplista escapa al sentido común. Existe un ejercicio muy famoso en filosofía del derecho: supongamos que una plaza tiene un cartel que prohíbe el ingreso de “vehículos”. Nadie en su sano juicio impediría que una madre entre con un cochecito de bebé, o que un nene entre con su triciclo, a pesar de que encajan perfectamente en la definición de “vehículo” (“medio de transporte de personas o cosas”). Del mismo modo, que los jueces sean en algún sentido “empleados” no los hace “empleados” a los efectos de su nombramiento en comisión por el Ejecutivo. Es hasta embarazoso tener que aclararlo.

Los cuatro jueces que integran hoy la Corte, durante la visita del Presidente al Congreso, el sábado pasado

Tal vez consciente de esta debilidad, el decreto le dedica la mayor parte de sus considerandos a la “práctica constitucional”: si el Presidente Milei puede hacer esto hoy -parece decirnos- es porque otros lo hicieron antes. Bajo esta premisa -que parece suponer que la Presidencia puede apropiarse de competencias ajenas por usucapión- dedica párrafos y párrafos a los presidentes que usaron esta cláusula para nombrar jueces en comisión (curiosamente, uno creería que para ampliar la lista, dentro de los ejemplos citados están Urquiza y del Carril, que gobernaron cuando la cláusula tenía otra redacción, y el presidente de facto José María Guido). En un gobierno que ha recurrido frecuentemente a la historia lejana para justificar sus acciones presentes, esta insistencia despierta mayor atención. ¿Es cierto que los ejemplos citados por Milei justifican su nombramiento actual? Por supuesto que no. Daré rápidamente cinco razones para descartarlo.

En primer lugar, como nos enseñan desde el jardín de infantes, que otros hayan hecho algo no lo vuelve correcto, y que Figueroa Alcorta haya nombrado a Dámaso Palacio en comisión en 1910 no vuelve legítimo hacer lo mismo 115 años después. El propio Presidente, de hecho, ha basado su narrativa en ser un rupturista que no está atado por errores anquilosados de políticos pretéritos. A tal punto nuestra práctica institucional reconoce errores, que la propia Corte Suprema de vez en cuando revierte sus precedentes: la penalización del consumo de drogas, por ejemplo, pasó de ser constitucional en 1990 a ser inconstitucional en 2009. Que algo se haya hecho ayer, entonces, no nos exime de evaluar si es correcto hacerlo hoy.

En segundo lugar, contra lo que sugiere el decreto, la Corte Suprema jamás expresó en un fallo que el nombramiento de jueces en comisión sea constitucional. Es cierto que ha tomado juramento a magistrados que asumieron de este modo, e incluso se ha expedido acerca de cuestiones relativas a estos nombramientos, tales como su plazo de duración. Sin embargo, este tipo de decisiones de superintendencia no sienta jurisprudencia constitucional. Nunca la Corte ha decidido un caso judicial que haya planteado directamente la cuestión, recibiendo los argumentos de ambas partes y resolviendo sobre ellos.

En tercer lugar, los nombramientos en comisión del pasado se realizaron en circunstancias tecnológicas y políticas muy diferentes a las actuales: los transportes y comunicaciones eran muy rústicos como para convocar sesiones extraordinarias de emergencia, el receso legislativo duraba siete meses y la Constitución entonces era mucho menos exigente con los requisitos de idoneidad que debían cumplir los jueces. Basarse mecánicamente en precedentes de aquella época recuerda al famoso cuento de la mujer que cortaba las puntas del cuadril para cocinarlo porque la había visto a su madre hacerlo, quien a su vez lo hacía porque había visto a su madre hacerlo… quien en realidad lo hacía porque la única bandeja que tenían era muy pequeña. Seguir prácticas antiguas cuando han perdido su razón de ser no sólo no está justificado: es absurdo.

Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla

En cuarto lugar, no todas las decisiones inconstitucionales se cuestionan, ni todas se ejercen de modo abusivo. Tal vez todos los nombramientos en comisión del pasado se hayan realizado de modo no problemático, sea porque de todos modos el gobierno contaba con mayoría en el Senado, sea porque se interpretaba que realmente obedecían a razones de emergencia o porque se nombraban candidatos de consenso. Su falta de cuestionamiento oportuno no las vuelve correctas. De hecho, la única vez en que la cuestión fue objeto de una discusión institucional explícita, la resistencia del sistema político y de la propia Corte obligó al presidente Macri a abortar el plan y reconocer que había sido un error. Es realmente un sinsentido darle valor de precedente a los nombramientos realizados en el siglo XIX y desconocer la historia del único ejemplo de las últimas décadas.

Finalmente, el decreto ignora sin pudor la reforma constitucional de 1994, lo que de hecho el Presidente hace cada vez que puede. Esta reforma -reaccionando frente a la irresponsable política de nombramientos judiciales de Menem- había establecido procedimientos especiales para nombrar jueces, que excedían el mero “acuerdo del Senado”. De hecho, la Cláusula Transitoria Décimotercera es explícita en cuanto a que los jueces inferiores “solamente” pueden ser nombrados a través del procedimiento regular, y sería bastante extraño interpretar que la Constitución permite mayor discrecionalidad del Presidente para los jueces de la Corte (a quienes exige dos tercios del Senado) que para los jueces inferiores (para los que exige mayoría simple).

En definitiva, los nombramientos de jueces en comisión no pueden ser justificados ni por el texto de la Constitución ni por la práctica histórica. Ojalá tampoco quiera justificarlos la política.

Sebastián Guidi es profesor de derecho constitucional (Universidad Torcuato Di Tella) y de derechos fundamentales (Universidad de San Andrés)