María Fernanda Escalante León tiene 28 años y está en pareja con Arón Iusin, de 57. Viven en un campo de Villa Calamuchita, Córdoba

María Fernanda Escalante León tenía 20 años cuando se enamoró de un argentino por Internet, que era casi tres décadas mayor que ella. A diferencia de muchas jóvenes de su edad, que sueñan con conocer al “príncipe azul” que le prometa una vida de lujo y ensueño, el entrerriano Arón Iusin se desempeñaba como trabajador rural. Ya había tenido su primer matrimonio y con cuatro hijos mayores de edad estaba buscando rearmar su futuro y volver a enamorarse. Un hombre de 49 años, sin joyas para regalar, pero con una vida real para compartir.

“Nos conocimos en una página que se llamaba ‘Encuentra a tu media naranja’ y chateamos durante 6 meses hasta que me hizo la propuesta de mudarme con él”, contó a Infobae la joven salvadoreña, que hoy tiene 28 años y está radicada en el país desde 2017.

La decisión de emigrar hacia una aventura desconocida junto a Arón generó un cimbronazo en su familia, ya que Fernanda aún vivía con sus padres y sus cinco hermanos y no estaba atravesando el mejor momento personal. También generó rispideces entre los hijos del hombre debido a que su nueva novia tenía la misma edad que su primogénito.

Antes de Arón, Fernanda había tenido otros sueños. Intentó entrar en la Fuerza Armada de El Salvador, pero un problema en las rodillas se lo impidió. Luego, averiguó para aplicar en la Policía, pero sus padres se lo prohibieron. “En ese momento había muchos pandilleros, la inseguridad crecía sin parar y temían lo peor”, contó.

Fernanda nació en El Salvador y todavía vivía con sus padres cuando tomó la decisión de emigrar a la Argentina, en 2017

La frustración la llevó a la depresión. Y en ese momento apareció Arón, un incansable trabajador de campo que le proponía un futuro distinto, en medio de la naturaleza. “Fue como una terapia. Me dio las fuerzas que necesitaba para salir adelante”, recordó.

Las palabras de su madre, también le sirvieron para animarse al drástico cambio que se avecinaba: “Si eso te hace feliz, adelante”. Pero no fue fácil. Nunca lo es cuando se elige un amor fuera de lo convencional.

Arón no era el modelo de pareja que la sociedad espera para una chica joven. La diferencia de edad fue un tema de prejuicio. Sus propios hijos mayores miraron la relación con recelo. Pero ella, acostumbrada a desafiar las normas, no dudó.

El choque cultural también fue duro. Fernanda, criada en la ciudad, nunca había ordeñado una vaca ni vivido sin transporte público a la mano. Pero Arón, curtido en la vida rural desde chico, le fue contando sobre su día a día y la cautivó por completo.

Arón trabajó como peón rural desde chico hasta que tuvo la oportunidad de administrar varias estancias en distintos puntos del país

Antes de subirse al avión, Fernanda lo investigó. Contactó a conocidos suyos en Facebook, verificó su historia y le preguntó a gente de su pueblo natal, en Entre Ríos. “Quería asegurarme de que todo era verdad”, se sinceró.

Antes de que Fernanda apareciera en su vida, Arón vivía solo en una estancia en La Pampa, rodeado de animales y caminos de tierra interminables. Había pasado los últimos ocho años solo, tras separarse de su primera esposa. Se había casado muy joven, a los 19 años, y tras 21 años de matrimonio, la relación llegó a su fin. Sus hijos crecieron, dos se fueron a vivir a España, los dos otros se mudaron a Miramar, Buenos Aires, y él tuvo que volver a empezar. Esa necesidad de iniciar una familia lo llevó a buscar un nuevo amor por las redes.

La llegada de Fernanda a la Argentina cambió las prioridades de Arón por completo, y mucho más cuando, dos años más tarde, nació el hijo de la pareja al que llamaron Bruce Adonai. “En ese campo hacía el trabajo de seis personas. No podía más y empecé a buscar otro empleo para que pudiéramos estar más tiempo juntos”, recordó. Así fue como, a través de una plataforma del sector agropecuario, los dos fueron seleccionados por los dueños de un campo en Villa Calamuchita, Córdoba, para ser los caseros.

“Nos hicieron una entrevista por Zoom y nos mandaron fotos. En las imágenes la casa se veía más grande de lo que era en realidad, pero aceptamos sin dudarlo porque necesitábamos el trabajo”, dijo Fernanda, quien rápidamente aprendió a vivir en el campo, donde las comodidades son pocas y el trabajo nunca se detiene.

Actualmente, la pareja trabaja como caseros en una estancia de Villa Calamuchita. Él también se encarga de las tareas rurales y ella de las tareas domésticas de los dueños del lugar

“La vida nos trajo hasta acá. Nos regaló este lugar y hoy nos pagan por estar en un lugar donde muchos pagarían por vivir”, afirmó Arón con la certeza de que había tomado la decisión correcta de cambiar de trabajo.

Mientras en El Salvador sus amigas soñaban con un amor idealizado, ella cambió una vida sin rumbo por una con propósito y apostó por un amor con lucha, con papeles de migración demorados, con mudanzas de estancia en estancia y con jornadas de trabajo de sol a sol. Un amor que, lejos de parecerse a un cuento de hadas, era mucho más auténtico.

El día que llegaron a su nuevo hogar, los recibió un paisaje árido, una casa descuidada y 13 kilómetros de distancia hasta el pueblo más cercano. El campo que cuidan tiene 200 hectáreas, con ovejas, vacas y otros animales.

“Acá no había nada. Era todo tierra, sin vegetación, sin jardín. Empezamos a trabajar de a poco”, contó Arón, quien fue transformando el espacio con materiales reciclados y técnicas que aprendió con el tiempo. Se dedicó al parque, diseñó un deck de madera, armó una huerta con zapallos y calabazas y construyó su propio gallinero.

La pareja junto a su hijo argentino, Bruce Adonai, de 5 años

El aislamiento fue uno de los principales desafíos para Fernanda. “En El Salvador vivía en la ciudad. Allá, si querías algo, salías y lo comprabas. Acá, si te dan ganas de comer fruta y no tenés, hay que esperar hasta el día que bajás al pueblo”, explicó. A lo que se sumó un gran cambio para ella: “En El Salvador hace calor todo el año y acá me tuve que acostumbras a las temperaturas bajo cero y a usar gorros y guantes”.

Actualmente, Fernanda se encarga de limpiar la estancia principal y realiza horas extras haciendo tareas domésticas en la casa que los dueños tienen en la ciudad. En paralelo, se dedica tiempo completo, a la crianza de Bruce Adonai, que está por ingresar a primer grado. “La escuela más cercana está a cinco kilómetros, y todas las mañanas Arón lo lleva en la camioneta que nos proporcionan los propietarios del campo”, remarcó Fernanda, quien admite que a veces extraña un poco la vida urbana.

“Me gustaría que Bruce hiciera más actividades y tuviera amigos cerca. Pero también valoramos todo lo que tenemos. Él es feliz acá. Está en contacto con la naturaleza, y eso es algo que muchos chicos no tienen”, relató.

Otras de las cosas que lamenta es que desde hace ocho años no ve a su madre ni a sus hermanos. No hubo abrazos en los cumpleaños, ni risas compartidas en la mesa, ni fotos familiares donde todos estén juntos. Solo llamadas, audios de WhatsApp y videollamadas en las que su mamá intenta memorizar la cara de su nieto a través de una pantalla. “Ella lo conoce solo por fotos y video. Nunca pudo abrazarlo”, lamentó.

Arón le enseña a su hijo a cuidar de los animales y hacer las tareas rurales, tal como su padre lo hizo con él

Cuando dejó El Salvador, sabía que no sería fácil. Pero nunca imaginó que la distancia se haría tan definitiva. Los años pasaron y los vuelos cada vez le resultan más caros: “La situación económica nunca es la ideal, y el reencuentro sigue postergándose”.

Arón la entiende, porque él también tiene hijos lejos. Pero Fernanda no se rinde. Sabe que algún día, de alguna manera, logrará que su madre y su hijo se abrazarán. Porque en esta historia de amor, lo importante no es lo que dejaron atrás, sino lo que construyeron juntos.

Fernanda y Arón no siguieron un guion convencional. No buscaron encajar en las expectativas de otros. No soñaron con lo que dicta la norma. Soñaron con algo mucho más simple, y al mismo tiempo, mucho más valioso: una vida en común, lejos del ruido del mundo, donde el amor no necesita grandes escenarios para ser correspondido.