Todo en su chocolatería es aroma, suspiros y sonrisas, junto a una melena rebelde que se prolonga larga y ensortijada sobre la cabeza del chocolatier y que, como un halo de santidad, ondea mientras habla. Laurent Gerbaud nació en Bruselas, una de las ciudades más cosmopolitas de Europa. Licenciado en Historia Medieval, en paralelo a sus estudios, encaró un curso en Ceria, el centro francófono de educación e investigación en la industria alimentaria y química, el segundo campus más grande de Bruselas. Deseaba convertirse en panadero, pastelero y chocolatero. Una vez obtenidos sus diplomas, decidió visitar a un amigo de estudios que se había afincado en Shangai. Casi caseramente, comenzó a hacer algunos chocolates en un pequeño espacio donde vivía e inició una muy modesta y no tan “oficial” venta de sus delicatessen. “Algunos conocidos vendían en bicicletas por la calle –cuenta–. Estuve a punto de ir preso”, confirma entre carcajadas. La experiencia le inspiró dos conclusiones: China no es afecta a los chocolates; “casi no usan azúcar y consideran al chocolate un medicamento”, asegura. Con un tipo de fracaso exitoso volvió a Bruselas y hoy Laurent Gerbaud es el mejor chocolatero de Bélgica según la guía Gault & Millau y la Maison Mazet.
–La historia comenzó en la panadería de su abuelo…
–Efectivamente soy parte de una familia de pasteleros y panaderos. Cuando pienso en mi infancia la comida necesariamente se asocia a pattiserie y chocolates. Mi abuelo por parte de madre, Joseph Charlier, era pastelero. Su familia tenía una gran cantidad de generaciones por detrás en la disciplina. Había fundado un negocio en Uccle, al sur de Bruselas, precisamente el lugar en el que vivo ahora. Su venta diaria se concentraba en panadería y pastelería, pero los chocolates eran una fiesta en Navidad y Pascua. Comenzó cocinando pan y dulces para su familia, pero otras personas de su pueblo le pedían productos y empezó a venderlos. El boca a boca convocó a los habitantes de pueblos vecinos. Casi sin quererlo, se fue armando el negocio.
– Pero luego hizo lo imposible para que se cortara la herencia…
–Sí, no quería que sus hijos siguieran la tradición. Suponía mucho sacrificio mantener la panadería. Cuando dejó de trabajar tenía las rodillas destrozadas de los esfuerzos laborales. Hizo todo lo que pudo para que sus hijas tampoco se casaran con un pastelero.
–Y usted rompió con el plan…
–Ya desde la universidad cocinaba para mis amigos. Con un compañero de la infancia, Serge Finschi, empezamos a hacer algunas esculturas de chocolate para fiestas. Me gustaba mucho ese desafío, pero todo era autodidacta. Decidí estudiar. En ese momento la chocolatería era una materia menor, pero hoy se puede hacer una carrera solo de esa disciplina. Después de mi incursión en China, volví con muchas ideas innovadoras y abrí mi primera tienda.
–¿Qué le aportó una cultura que no tenía amor por el chocolate?
–Esencialmente me entrenó en la ausencia del azúcar. Allí no existe. Para hacer mis productos en Shangai debí utilizar frutos secos. Mi paladar se acostumbró. Cuando volví a Bruselas los chocolates me parecían muy artificiales. Eran demasiado dulces, se les notaba el agregado de alcohol y eran pesados, con mucha grasa. Entonces decidí replicar la experiencia china y comenzar a hacer chocolates como los había hecho allí. China también supuso muchas experiencias empresarias: estar totalmente solo me implicó aprender a manejar mis finanzas, armar un negocio desde cero y no solo producir el chocolate con los recursos disponibles, sino aprender a fraccionarlo, envasarlo y venderlo. De esa experiencia también me quedó una inspiración para mi sello personal que es una mezcla entre mis iniciales y el ideograma de chocolate en mandarín.
–Su chocolate combina ingredientes dulces y salados, especias y frutas exóticas. Mezclas atrevidas con sabores inusuales. ¿Esto supone un cambio radical en lo que nuestros paladares entienden como chocolate?
–En mi taller realizo una degustación donde comienzo con una pieza de chocolate industrial. Cuando damos toda la vuelta por las diferentes sensaciones de chocolates provenientes de distintos lugares del mundo combinados con nuestras preparaciones y volvemos al chocolate comercial, todo el público que asiste reconoce que esa pieza es totalmente descartable. Es preciso volver a los granos, a trabajar en sus diferentes calidades y a seleccionar los mejores proveedores. De otro modo el chocolatier es apenas un acomodador de piezas, no crea nada en absoluto.
–Usted ¿no sigue tendencias?
–No. Me interesa perseguir el sabor genuino en el que he trabajado por más de 20 años. Todo lo hago a mano, en un proceso lento en el que las imperfecciones suman belleza al producto final. La calidad está en cada uno de los pasos. Tenemos un lema grabado a fuego: sin azúcar añadido, sin alcohol, sin manteca, sin aditivos, sin conservantes, pero lleno de amor.