Caminar por las ciudades es algo que hemos hecho desde que ellas existen. Pero, hay una manera de hacerlo a la que los franceses le pusieron nombre y convirtieron en un arte: flânerie. El término existía ya desde el siglo XVI; venía de flana, que significaba “vagar sin propósito” en nórdico antiguo. Por mucho tiempo tuvo un matiz despectivo. Un flâneur era un vagabundo, con énfasis en vago.
Pero, en el siglo XIX se transformó, en tándem con París, ciudad con la que está firmemente asociado. Desde entonces, se convirtió en una forma de explorar y mirar, muy apreciada por quienes la practican.
El escritor Charles Baudelaire aseveró que no todo el mundo puede hacerlo, pues es un arte que exige “un gusto por el disfraz, un odio por la domesticidad y una pasión por los viajes”. Hay flâneurs profesionales, y los hay ocasionales. Quizás, inadvertidamente, hasta vos sos uno de ellos. Pero, ¿qué es y cómo evolucionó?
De holgazanes a cronistas
En 1853, el emperador de Francia, Napoleón III, le encargó al prefecto para el Sena, George-Eugène Haussmann, que reconstruyera la capital francesa pues, en una palabra, apestaba.
Barrios medievales enteros fueron arrasados y fueron reemplazados por avenidas imperiosas con filas de árboles e hileras de edificios neoclásicos, así como grandes plazas, parques, fuentes elaboradas y baños públicos grandilocuentes. Poco a poco, se fue abriendo un espacio nuevo y amplio para explorar… un lugar que tentaba a practicar la flânerie.
El flâneur dejó de ser un holgazán despreciado para convertirse en un hombre que se paseaba tranquilamente por las calles parisinas, dejándose cautivar tanto por rincones ocultos y desolados como por las animadas, bulliciosas y elegantes galerías comerciales.
Aunque esa versión más refinada de flâneur implicaba andar sin rumbo, dejándose llevar por la espontaneidad, guiado por la curiosidad, ya no se consideraba como algo frívolo, inútil o perezoso. Sus practicantes eran, más bien, espectadores apasionados, observadores atentos, cronistas que registraban la modernidad desplegada en los paisajes urbanos.
Cultivaban lo que el novelista Honoré de Balzac llamó “la gastronomía de la vista”. Para él, la flânerie era una ciencia. “Pasear es vegetar, flâner es vivir”, afirmó en 1846.
Unos años más tarde, Baudelaire, inspirado en el cuento de Edgar Allan Poe El hombre de la multitud, dio un memorable retrato del flâneur en el ensayo El pintor de la vida moderna. Describió al artista Constantin Guys, la encarnación de la flânerie, como un hombre cuyo elemento era la multitud, “así como el aire es de los pájaros y el agua de los peces”.
El perfecto flâneur, el observador apasionado, no deseaba nada más que vivir en “el flujo y el reflujo, el bullicio, lo fugaz y lo infinito” de la multitud. Esta le daba la oportunidad “de estar lejos de casa y, sin embargo, sentirse en casa en cualquier lugar; de contemplar el mundo, de estar en el centro mismo del mundo y, sin embargo, ser invisible”. Esta última es parte de la esencia del flâneur: es una presencia incógnita que pasa desapercibida.
Y, dijo Baudelaire, se convierte en un espejo, “un caleidoscopio dotado de conciencia, que en cada uno de sus movimientos reproduce la multiplicidad de la vida, la gracia intermitente de todos los fragmentos de la vida”.
¿Más que un paseo sin GPS?
Quizás esto te esté sonando demasiado poético e intelectual para lo que podría describirse como un pasatiempo de unos hombres privilegiados en París hace más de un siglo. Y sí… pero también no. Desglosemos.
No todos los que disfrutaban de la flânerie eran parisinos. Una muestra de ello es el consejo que el escritor británico-estadounidense Henry James le dio en Horas italianas (1909) a sus lectores. Si iban a pasar una semana en Perugia, sugirió, lo primero que debían hacer era olvidar del todo la prisa. “Debés caminar por todas partes muy lentamente y muy al azar, e imputar un sentido esotérico a casi cualquier cosa que tu ojo pueda encontrar”.
Por otro lado, aunque tradicionalmente se representa como una ocupación masculina, la erudita literaria Laura Elkin mostró en su libro Flâneuse: mujeres que caminan la ciudad que varias escritoras famosas también solían pasear sin rumbo. Aunque a veces, por ser mujeres, debían recurrir a estrategias.
George Sand no solo adoptó un nombre masculino para escribir con libertad, sino que además se vestía de hombre para poder caminar inadvertida por las calles de París.
Virginia Woolf escribió en la revista Yale Review en 1927, que “el mayor placer de la vida urbana en invierno” es “pasear por las calles de Londres”. Pero, lamentó que “no se le permite a uno simplemente disfrutar”, sino que siempre tenía que inventarse una excusa, así fuera salir a comprar un lápiz.
Haciendo eco de su pasión, las primeras palabras de la gran flâneuse de la literatura del siglo XX, La Señora Dalloway son: “Adoro caminar por Londres”. Ahora, ¿eran los flâneurs parte de una élite? Ciertamente, se trataba de un personaje libre de las presiones del mundo laboral que se paseaba por la ciudad mientras la gente corriente se apresuraba a trabajar a su alrededor.
De hecho, en la década de 1930, el filósofo alemán Walter Benjamin contrastó “al peatón que se abría paso entre la multitud” con “el flâneur que exigía espacio para moverse y no estaba dispuesto a renunciar a la vida de caballero ocioso”. Contó que “alrededor de 1840 estuvo brevemente de moda sacar a pasear tortugas por las galerías” pues a los flâneurs les gustaba que fueran esos lentos reptiles los que marcaran su ritmo.
Benjamin consideraba al flâneur un emblema de modernidad, y lo caracterizaba como un peatón con “nariz de detective”. Él mismo se convirtió en uno de ellos, haciendo observaciones sociales y estéticas durante largos paseos por París para su inacabado Libro de los pasajes, una exploración del impacto de la vida urbana moderna sobre la psique humana.
De la psicogeografía al ciberflâneur
Cuando la práctica de la flânerie cayó un poco en desuso, su espíritu pervivió. Inspirado por el concepto de flâneur, el teórico marxista Guy Debord acuñó en 1955 el término psicogeografía para nombrar un método para explorar cómo nos hacen sentir y comportarnos los distintos lugares del entorno urbano.
Debord quería revolucionar la arquitectura para que fuera menos funcional y más abierta a la exploración, y sugirió formas lúdicas e inventivas de navegar por las ciudades para examinar su arquitectura y sus espacios.
En la década de 1990, la psicogeografía ganó popularidad cuando artistas, escritores y cineastas como Iain Sinclair y Patrick Keiller comenzaron a utilizar la idea para crear obras basadas en la exploración de lugares a pie y sin rumbo.
En esa misma década, un ensayo publicado en el sitio web Ceramics Today celebraba el ascenso del llamado “ciberflâneur”. “Lo que la ciudad y la calle eran para el flâneur, internet y la superautopista se han convertido para el ciberflâneur”, afirmaba el ensayo de 1998.
El experto en sociedad y tecnología Evgeny Morozov se topó con el escrito 14 años después, y en un artículo para el The New York Times, observó que “Pintaba un futuro digital brillante, rebosante de alegría, intriga y serendipia”. Lamentó, sin embargo, la pérdida de esa visión del futuro que tuvo Internet en sus inicios.
“Ya no es un lugar para pasear, es un lugar para hacer cosas”. En realidad, pocos “navegan” por la web. La forma en que utilizamos Internet, al igual que la forma en que la mayoría de nosotros caminamos por las calles, es utilitaria. Sin embargo, hay quienes no se han dado por vencidos.
En un artículo de investigación publicado en la revista Culture and Organization, por ejemplo, Jeremy Aroles y Wendelin Küpers exploran cómo la flânerie puede influir en la forma en que los investigadores sociales interactúan con los mundos digitales. Afirman que el flâneur nos obliga “a valorar el instinto, a repensar las velocidades y los ritmos y a desafiar los procesos de delimitación”, y proponen una metodología que llaman flânerie digital.
Fuera del cibermundo, hoy en día, hay libros y juegos, como “Guía de viaje a cualquier lugar”, que invitan a la flânerie, con sugerencias como “Imaginá una canción que no escuchaste en mucho tiempo. Mové tu cuerpo con la música. Girá a la derecha cuando termine la canción”.
La idea es aplicar la filosofía que recomendó Henry James, un flâneur confeso que vagó sin rumbo por las calles de doquiera que fue, entregado a la serendipia. “Me resultó perfecto”, escribió, “y me hizo descubrir las mejores cosas”.