Fue Borges quien me inició en el hábito de la relectura. Confieso que la disfruto aún más intensamente que a la virgen lectura inaugural; sobre todo porque, contrariamente a lo que pueda pensarse, es en las relecturas donde acontecen las revelaciones más significativas, donde se experimenta con mayor vehemencia el fervor del asombro.
En estos días, he vuelto a asombrarme en la relectura de La imposible amistad, exquisito fruto del trabajo de investigación en torno a Maurice Blanchot y Emmannuel Levinas que realizaron la filósofa Marta López Gil y la arquitecta Liliana Bonvecchi.
El escritor francés y el filósofo lituano se conocieron allá por los años veinte. Blanchot, ateo que, “poseído por los demonios de la escritura”, rechaza aparentemente la filosofía, y Levinas, judío, casi un místico del pensamiento filosófico, entablan sin embargo “una amistad imposible” en virtud de la cual se embarcarían luego en la aventura intelectual luminosa que recogen las autoras argentinas en este libro que hoy releo con emoción, por dos razones: porque me lo obsequió Marta López Gil el día de su presentación y porque el pasado mes de noviembre Marta partió de este mundo, suavemente, casi como una brisa. Pero perdura en sus veinte libros y en el recuerdo que ha dejado en quienes tuvimos el honor y la fortuna de ser sus alumnos y amigos.
Marta ejercía la docencia como un camino a la comprensión más honda del ser humano
Conocí a Marta López Gil en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, casa de altos estudios de la que me enorgullezco de ser egresada. Cursaba yo la materia de Metafísica en la cátedra del también inolvidable Adolfo Carpio. Marta era su profesora adjunta. ¡Tan disimiles los dos! Se diría, una amistad imposible. Sin embargo, una cátedra ejemplar.
Las clases de filosofía de Marta López Gil tenían la virtud de acercar los filósofos más crípticos a la comprensión enamorada de los estudiantes. Así ocurrió con Heidegger, por ejemplo, y su definición del arte como espacio en el que se des-oculta el ser, en el que el ser acontece. Razón por la cual, el arte es verdad. También ocurrió con Hans-Georg Gadamer, para quien el lenguaje y la tradición histórica articulan la experiencia humana de comprensión en un horizonte compartido de sentido. “Somos en el lenguaje”, que expresa ese horizonte y posibilita el diálogo, cuyo fin es el consenso. O debería serlo.
Las clases de Marta eran clases de deleite. Recuerdo su método: invitaba a un alumno a leer en voz alta un pasaje seleccionado del texto en estudio. “¡Hasta ahí!”, decía de pronto en tono imperativo. Y entonces, nos sumíamos en ese párrafo tan breve como pletórico; lo diseccionábamos palabra por palabra. Nada estaba escrito porque sí. El asombro. La develación.
Marta ejercía la docencia como acto de amor. Era evidente su felicidad al escuchar a los estudiantes manifestar sus pensamientos o sus dudas. Nos fortalecía en la posibilidad de expresarnos y de equivocarnos sin temor a la reprensión, a la burla o la vergüenza. Disentíamos muchas veces, aun con la profesora. Pero la norma era la escucha y el respeto. Comenzando por Marta, que respondía a un error encauzando el argumento equivocado, pero sin decir que estaba equivocado; invitando en cambio a la pregunta, a la reflexión. Recuerdo que siempre decía que la duda promueve más sabiduría que la convicción férrea. Ya lo había dicho Borges: la duda es un signo de inteligencia.
La docencia como escuela de libertad. Lo que no implica ni el todo vale del libertinaje de la opinión caprichosa, ni la validación de la falsedad, ni la confrontación ofensiva de ideas. Sino la libertad como cultivo del arte de pensar, de poner las ideas en palabras justas, de intercambiar pensamientos, para ir más lejos, para volar más alto, como individuos y como sociedad.
Todo hacía a su interés: la ciencia, el arte y las novelas de detectives, que leía con fruición. Y el corte y confección, a lo que había dedicado sus horas y su mesa de comedor como medio de vida en los años de la dictadura, cuando fue obligada a dejar las aulas. ¿Por qué? Por ejercer la docencia filosófica como un camino de libertad hacia una más profunda comprensión del ser humano: el objetivo de su vocación pedagógica y académica.
Retomo mi relectura de La imposible amistad: “(…) escribir bajo la presión de la guerra no es escribir sobre la guerra, sino en su horizonte”, dice Blanchot en La comunidad inconfesable.
“La guerra no se sitúa solamente como la más grande entre las pruebas que vive la moral. La convierte en irrisoria (…) La guerra suspende la moral”, reflexiona Levinas en Totalidad e infinito.
» Inmediatamente, Levinas comienza su ataque a la filosofía del ser y deja sentada su esperanza en ‘un ser de otro modo’”, apuntan las autoras de La impensable amistad en su libro.
“¡Hasta ahí!”. diría la profesora. Y entonces, la pregunta: ¿es posible? ¿Puede el ser humano ser de otro modo? Naturalmente, convergemos en la cuestión del Mal. “‘Ser de otro modo’ implicaría poder ser seres humanos libres del Mal: (…) el odio y la furia que no vienen de otra parte más que de la humanidad misma”.
Blanchot explora el Mal enfocándose en la literatura, en cómo el lenguaje revela aspectos oscuros de la existencia humana. Para Levinas, el Mal se manifiesta en la negación del rostro del Otro que no queremos ver; en la incapacidad de reconocer al Otro como un ser humano.
Ambos coinciden en la necesidad de reflexionar sobre el Otro, la ética y la posibilidad de erradicar el Mal. Blanchot lo hará a través de la escritura literaria para adentrarse en lo que él denomina “la noche”, una noche lúcida en la que la escritura abandona el sentido común para abrirse a lo inefable. Levinas, por su parte, se obsesiona con el Otro, la implacable diferencia, el diferente de mí, para abrir la posibilidad de la amistad y de la comunidad.
Cierro el libro y vuelvo la mirada al mundo. ¿Podremos llegar a ser de otro modo? Con este interrogante y con honda gratitud despido a mi maestra y amiga. Hasta una próxima relectura. Hasta cada recuerdo. Hasta el asombro de la amistad posible.