A medida que cumple años hay más sueños que se concretan, más tabúes que se derriban, menos vueltas a la hora de las confesiones. Ahora, la princesa Laetitia Marie Madelaine Valentine de Belsunce d’Arenberg, propietaria de la estancia Las Rosas en el centro de Uruguay y de la finca turística Lapataia, en Punta del Este, se dio el gusto de lanzar su libro: Memorias de una princesa rebelde.
Nacida en Brummana (un Líbano que en aquel entonces era protectorado francés) y educada en Europa, es hija del marqués Belzunce y de Marie-Thérèse de la Poëze d’Harambure, pero tras la temprana muerte de su padre, su madre se casó con Erik Karl Auguste Hedwige Englebert Antoine Balthasar XI duque de Arenberg, de quien adoptó el apellido. Fue junto a ellos que la princesa debió abandonar Europa, huyendo de las secuelas que había dejado la Segunda Guerra Mundial. Y así llegaron a Uruguay, el país que la enamoraría y donde pasaría el resto de su vida.
Muchas veces habían tentado a la princesa con la idea de un libro, pero quien logró convencerla de contar su periplo de vida fue Graziano Pascale, escritor y periodista, un hombre que la sentó durante horas en su living lleno de orquídeas, con vista al mar, para transportarla a los tiempos en los que el barco Conte Grande la llevó de Montecarlo a Montevideo, en diciembre de 1950. Ella tenía apenas nueve años por entonces. “Todavía me veo y siento ese cosquilleo interno pensando que llegaría a un mundo de cuento, repleto de naturaleza y monos cocoteros. Nos embarcamos en el puerto de Cannes. Cuando llegamos a Montevideo el impacto fue tremendo. Yo esperaba árboles, animales y nubes de mariposas, pero solo vi gente vestida de negro, con sombreros. No entendía nada, mucho menos el idioma”, cuenta.
Con un chihuahua de pelo largo en su falda (hablamos de Begonia, a quien considera su hija), asegura que su libro es necesario porque desmitifica suposiciones, habla de resiliencia y de cómo construir la alegría. “No se puede escapar de las tragedias, excesos, traiciones y tropiezos sin gente querida alrededor. Los amigos, los animales y encontrar tu lugar en el mundo son bendiciones que valoro todos los días de mi vida”, dice Laetitia.
–Usted se recuerda en el barco, junto a su hermano Rodrigo, pensando que desembarcaría en una especie de selva mágica…
–La verdad es que sabíamos muy poco de Sudamérica y con mi hermano estábamos fascinados con el barco. Tenía 199 metros de eslora, 24 metros de manga, 25 mil toneladas de desplazamiento; el Conte Grande era impulsado por turbinas Parsons alimentadas por calderas de gasoil, con una potencia de 24 mil caballos de fuerza. ¿Qué significa todo esto? Que viajábamos en una bestia y que como niños que éramos no lo podíamos creer. Había un montón de actividades para hacer, desde ya, pero nosotros estábamos entusiasmados con ese viaje mental, acelerado, que nos transportaría a otro mundo. Me veo aún con mi talismán: un caniche gris de peluche que me acompañó muchísimos años.
–¿Cuáles fueron las primeras palabras que aprendieron en español?
–Seguramente fueron “buenos días”, “gracias” y “hasta luego”. La educación y el respeto ante todo. Además fuimos a un colegio muy plural, la escuela del tanque, que estaba a dos cuadras de mi casa. Y empezamos a tratar con todo tipo de gente, realmente amorosa. Convivíamos con los hijos del carnicero, del verdulero, del guarda del tren. Recuerdo que un chico de nombre Antonio me llevaba a caballo. Y después, a los 12 años, empecé a trabajar en salud pública. Papá y mamá querían que tuviéramos empatía y conciencia social. Así que yo elegí limpiar pisos y mi hermano tejía para los viejitos. Eran unas horas que complementaban todos los estudios que hacíamos. Fue fundamental para nuestra formación. Había que ayudar a la gente.
–Trabajaban duro, ¿no?
–Sí, en casa también. Había que pelar papas, cocinar, leerle libros a personas ciegas o cualquier tarea de hospital. Yo pienso que todos los seres humanos deberían implementarlo. Viajar te abre la cabeza, conocés otras culturas, pero estar en un hospital con gente muy enferma te obliga a crecer. Es lo único que te sostiene con los pies en la tierra. Lo que te sirve para “surfear” la vida no son las cosas buenas, lamentablemente. Considero que lo bueno hay que agradecerlo sin parar.
–¿Cuál fue su acto de mayor rebeldía?
–De chica, a las ocho de la noche tenía que estar en la cama. Me escapé dos veces para salir ¡y me salió carísimo! Estuve dos días escribiendo : “No se puede salir de casa sin permiso”. En ese entonces tendría unos 15 años y mi hermano frecuentaba un grupo de amigos del Saint George en Buenos Aires, que venían a pasar los veranos a Uruguay. Me escapé a bailar a I’marangatú. Mi madre había salido, pero volvió temprano, pasó por el cuarto y no me vio… Casi me matan. De todas formas, mi mayor acto de rebeldía fue separarme de Leopoldo [Francisco de Austria-Toscana; archiduque]. Estuve cinco o seis años con una vida muy solitaria. Se me cerraron muchas puertas y sufrí.
–Sin embargo, usted ha implementado una especie de oda a la amistad.
–Sí, a esta altura de la vida es algo que me energiza y conmueve; mi motor. La tengo a Lucía Uriburu, que es como una hermana. Y grupos fantásticos de artistas y talentos uruguayos y argentinos. Yo creo que sin amor y sin aventura no hay nada que pueda valer. Y el linaje… la verdad es que nunca fue importante para mí porque siempre lo tuve en casa. Y como lo tengo tan incorporado ya ni sé qué es. No me cambia nada.
–¿Cuál fue la gran enseñanza que le dejó la vida?
–Que hay que aceptarla como viene y que cuando uno ve tristezas, odios, celos y demás, hay que poner las cosas en su justo sitio. La vida es demasiado corta como para perder el tiempo.
–¿A cuál de los personajes que la rodearon en su infancia y juventud no va a olvidar jamás?
–A Mapi, mi niñera. Una mujer suiza, budista, con una vida terrible porque le habían fusilado al marido, sus dos hijos y al perro, en Croacia. Mi padre buscaba una mujer que hablara idiomas así que quedó ella. ¡Lo que me enseñó! Antes de que existiera el puente de La Barra, en Punta del Este, cruzábamos la laguna a caballo. Nos tirábamos al mar, lanzábamos palos para ver la dirección de la corriente. Estuvimos juntas hasta que se enfermó gravemente y murió. Toda una vida.
–¿Desde cuándo los perros son su vida?
–Me han acompañado siempre. En el pasado, yo nunca pude elegir nada. Todo lo decidían por mí. Lo único que pude hacer libremente fue montar a caballo y estar con mi perro. Para todo lo demás era indispensable pedir autorización.
–¿Le gustaría una serie de su vida?
–Podría ser. Yo quedé muy marcada con Lo que el viento se llevó. Es un poco lo que yo he hecho en mi vida.