El brutalista (The Brutalist, Estados Unidos/Reino Unido/Canadá/2024). Dirección: Brady Corbet. Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold. Fotografía: Lol Crawley. Edición: Dávid Jancsó. Elenco: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy, Stacey Martin, Alesandro Nivola, Emma Laird. Calificación: Apta para mayores de 16 años. Distribuidora: UIP. Duración: 215 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
¿Qué se ha hecho de ese sueño de infinita grandeza e insistente prosperidad que consagró a América -del Norte pero también a todo el continente- en aquellos tiempos de posguerra y desazón? La tierra virgen sin historia ni pecados, la tierra fértil en alimentos e industrias, tal como reza el corto publicitario del estado de Pensilvania que vende sus bondades a propios y ajenos. La imagen que condensa esa premonición, la de la gloria y las tinieblas, es la figura invertida de la Estatua de la Libertad vista entre el vapor de un barco de inmigrantes recién llegado desde Europa a la isla Ellis. Allí, entre el estrépito del escape y la ilusión del salvataje, asoma Lázló Tóth (un inmejorable Adrien Brody), prisionero del campo de Buchenwald, arquitecto formado en la Bauhaus, perseguido y deportado por ser judío de su Hungría natal. Llega a la tierra prometida, al único lugar en el mundo donde se puede estar a salvo y empezar de nuevo. Esas promesas anidan en el rostro lozano de la estatua y resisten en su antorcha encendida. Pero también la niebla envuelve su esquiva silueta y anuncia una agria bienvenida.
La epopeya imaginada por Brady Corbet (The Childhood of a Leader, Vox Lux), y su coguionista Mona Fastvold, podría rastrearse en la historia de muchos inmigrantes provenientes de Europa en aquellos años posteriores al Holocausto, pero el director buscar concentrarse menos en el mundo dejado atrás que en ese nuevo país al otro lado del océano. Es la historia de Lázló en América, un personaje inventado en una falsa biopic que no solo explora el choque entre la crisis moral del Viejo Mundo y el capitalismo rugiente y oportunista del Nuevo, sino la configuración de las identidades del siglo XX, las correspondencias entre comunidad y religión, las ataduras entre arte y dinero, y la fachada de padrinazgo que a veces encubre el abuso y el sometimiento. Es una película ambiciosa sí, que sigue la estela de directores del último Hollywood autoral, como Coppola y sus desvaríos megalómanos, Scorsese y su Little Italy maldita, y sobre todo el Paul Thomas Anderson de Petróleo sangriento, también rastreando la semilla de ese fruto que terminó podrido. Y Corbet tiene con qué sostener sus ambiciones; su cine es riguroso e imponente, su película sigue con la misma convicción que su personaje el instinto de la pura creación.
Cuando Lázló es liberado del horror del campo de concentración, también deja atrás a su esposa Erzsebéth (Felicity Jones) y a su sobrina Zsofía (Raffey Cassidy), ambas sobrevivientes de Dachau retenidas en la frontera austríaca. En 1947 arriba a Nueva York y el primer destino será el depósito de la mueblería de su primo Attila (Alessandro Nivola), demasiado ocupado en asimilarse a su hogar en Pensilvania, a su esposa católica, a su apellido transformado, como para preocuparse por las dignidades de los otros. Allí comienza el largo viaje del arquitecto, cuyos modernos edificios en Budapest han resistido la erosión del Danubio pero no el olvido de los hombres, y cuyo presente oscila entre el destrato, la adicción, los trabajos mal pagos y la mendicidad. Esta primera parte de la película supone un camino desde la oscuridad a la luz, y al final del túnel estará el encuentro con el industrial Harrison Lee Van Buren (un genial Guy Pearce): el diseño de una modernísima biblioteca por casualidad y la actuación del mecenas como autoproclamado salvador.
La segunda parte es en la que Corbet ensaya una evidente disección de la historia de su país sin condescendencias, pero también con insistencia en metáforas explícitas. La bisagra parece ser el año 52, el proyecto del centro comunitario en honor a la madre fallecida de Van Buren, y también la llegada de Erzsebéth desde Europa. Todo parece alinearse, la familia reunida en las tierras de Doylestown y el sueño arquitectónico de Lázló a punto de convertirse en realidad. Pero también es el tiempo en el que la creación de Israel anuncia la recepción de repatriados, la Guerra Fría se endurece, y la xenofobia y el antisemitismo arrecian en aquellos países que antes habían celebrado la llegada de extranjeros perseguidos.
¿Qué respuestas hay a aquellas preguntas sobre sueños y grandeza?, nos repite Corbet. El edificio diseñado por Tóth con concreto y techos altos de vidrio no es solo el símbolo de su aguda visión frente a la miopía y tilinguería de sus financistas, sino también la utopía de un humanismo todavía posible, un encuentro entre comunidades y credos diferentes, entre hombres y mujeres del mundo que aceptan su pasado con el anhelo de imaginar un futuro. Una batalla que el propio Corbet hace suya en la épica de su película, en la defensa de su propia visión creadora, en la humanidad dolorosa de sus criaturas y en la conciencia de que toda grandeza es un destino ingrato y sacrificado.