¿Qué nos define? ¿Lo que tenemos o lo que deseamos? Él no lo sabía. Nunca había pensado en la vida de esa forma hasta que una mujer comenzó a sacudir los cimientos de todo lo que había construido. No en el sentido dramático o superficial de una aventura fugaz, sino en algo más profundo, más perturbador. Algo que amenazaba con deshacerlo todo: el amor imposible.
“¿Sabés qué es lo peor de estar enamorado de alguien que jamás te va a mirar? Que no lo podés dejar ir, aunque te lo pida el cuerpo. Estás ahí, atrapado, esperando una señal, un mínimo gesto que te dé esperanza, y en el fondo sabés que no va a llegar. Yo lo sabía, pero a la vez no podía dejar de perseguirla. Tal vez, lo que más me dolía era que mi deseo no se agotaba. Al contrario, con cada rechazo se volvía más grande. ¿Es posible enamorarse de alguien que no te pertenece? Claro que lo es. Y ahí es cuando te das cuenta que el amor no tiene nada que ver con la reciprocidad. No se trata de ser correspondido. Se trata de la necesidad de que esa persona esté cerca”, se desahoga Martino como si charlara con su propia consciencia.
Martino era un hombre al que muchos admiraban, sobre todo por sus éxitos laborales y su carisma. Logró lo que se supone que toda persona quiere: una carrera exitosa, una familia soñada, una casa lujosa, y la tranquilidad de vivir en un entorno que más de la mayoría envidiaría. Su esposa, Elena, era la mujer perfecta. La conoció durante un posgrado cuando ambos estudiaban en una universidad extranjera, y aunque las circunstancias de su encuentro no fueron extraordinarias, él siempre había considerado que ella era ideal para “sentar cabeza”. Elena era inteligente, comprensiva, venía de una familia judía acomodada y lo había acompañado en su ascenso profesional sin pedir nada a cambio. Juntos, habían formado una familia, criado a su hijo de un matrimonio anterior y tenido dos más. Viajes a lugares exóticos, cenas elegantes, amigos influyentes. Vivían en un mundo de lujo y confort.
Sin embargo, todo esto se tambaleó cuando descubrió a Gala, la hermana menor de Elena.
Al principio, Martino apenas reparó en ella. Gala era diferente, eso estaba claro desde el primer momento. A diferencia de su hermana, que siempre parecía tener todo bajo control, Gala era una mujer que desbordaba una frescura imperturbable. Era sexy de una forma natural, no como las mujeres que había conocido en su mundo, sofisticadas y calculadoras. Gala no necesitaba los trajes perfectos ni los discursos ensayados para deslumbrar a los hombres; su sola presencia lo hacía.
Una tarde de verano, Martino la vio en una reunión familiar, sentada en el piso, junto a la piscina. “Esa fue la primera vez que realmente la vi”, explica extasiado incorporando sus manos. Gala estaba tomando una copa de vino, conversando con su hermana, y “sin querer”, Martino se quedó observándola. Algo en ella lo atrajo de inmediato. La forma en que su risa parecía tan sincera, su postura relajada, cómo se movía con una elegancia despreocupada. La mirada en sus ojos era el tipo de mirada que le hacía pensar que ella sabía lo que quería sin necesidad de decirlo, “una mirada que acariciaba”. Lo que sentía por Elena, su esposa, “estaba bien”, pero había algo en Gala que hacía que su corazón latiera de manera diferente. “Me volví a sentir vivo”.
La primera vez que él se atrevió a escribirle fue un viernes a medianoche, en uno de esos viajes de negocios en que sentía que la rutina lo había devorado. Al estar lejos de casa era más fácil “pecar”. Mientras su esposa estaba en una cena con amigos, y sus hijos disfrutando del fin de semana con sus abuelos, Martino estaba solo frente a la pantalla, y un impulso irracional lo llevó a buscarla en redes y tipear: “¿Despierta? Con razón vas a trabajar al mediodía. Yo aterrizando en Lima después de haber estado en Chile… garrón”, redactó él cómo si se tratara de una amiga con quien hablaba a diario. El mensaje fue impulsivo, una necesidad desesperada de escuchar algo de ella, aunque fuera algo insignificante. Pasaron los minutos. Nada. Martino “sabía” que estaba cometiendo un error, pero algo dentro de él le decía que no podía dar marcha atrás, como un chico encaprichado, sentía la tentación de desobedecer. “Además, siempre logré todo lo que quise y mi prepotencia me decía que también la iba a tener a ella”, asume algo avergonzado.
Cuando finalmente vio que ella lo leyó, sintió una mezcla de nervios y ansiedad. “Nada grave, sólo estaba leyendo. ¿Qué pasa?”, contestó Gala, sintiéndose rara y sin entender por qué el marido de su hermana de repente le escribía. La respuesta fue simple, casi fría, y tan casual que lo golpeó más de lo que esperaba. Y esos pocos caracteres encendieron la chispa del peligro. Gala no había rechazado su mensaje, no lo había ignorado, y eso fue suficiente para Martino. “Sólo quería saber cómo estás. No te interrumpo, ¿no?”, se atrevió él. “No, para nada. Todo bien. Estuve trabajando”, dijo a secas. La conversación siguió durante una hora más, siempre en tonos tranquilos, pero Martino no podía evitar notar cómo la presencia de ella, incluso a través de una pantalla, lo embriagaba. La forma en que escribía, cada palabra, cada respuesta, era un juego sutil que no podía dejar de interpretar. “A mí que nada ni nadie me sorprendía. Siempre era ‘el admirado’, ‘el elegido’, ‘el capo’ y ella me hacía sentir chiquitito”, describe achinando los ojos al mismo tiempo que junta sus dedos índice y pulgar.
A partir de ese mínimo contacto por chat, se volvieron compañeros virtuales: “Creo que era raro para ambos estar mensajeándonos pero era un tema que no tocábamos. A mí me fascinaba estar en contacto con ella y, creo, yo le hacía cierta compañía”. El primer encuentro físico después de ser “amigos por chat” ocurrió al cabo de unos días, una tarde de domingo, después de una comida en la casa de los suegros. Martino no planeaba nada, pero la oportunidad se presentó cuando Elena y los chicos fueron a pasar la tarde al country, en Pilar. Y Gala, que jamás frecuentaba los almuerzos familiares –siempre tenía otro tipo de prioridades, planes de mujer libre–, esa tarde “cayó” en la casa de sus padres. Al verla, Martino se dio cuenta de que su corazón comenzó a latir con más fuerza. Sus ojos se encontraron, y todo se paralizó por un momento. No importaba que estuvieran en la misma familia; lo único que importaba era lo que sucedía entre ellos.
“Hola”, dijo ella, sin intentar disimular la sonrisa pícara que se dibujó en sus labios. “Hola, Gala. Qué casualidad verte por acá”, contestó Martino. “Nada casual”, respondió, mientras se sentaba cerca de su cuñado, y agregó: “Estaba esperando que mi hermana te dejara solo. Es raro verte taaan… tranquilo”. Sus palabras fueron una mezcla de burla y curiosidad, y Martino no pudo evitar sentirse como si ella lo estuviera evaluando a través de una lente que él no entendía del todo. Ella sonrió y se zambulló en la piscina con una gracia natural. El agua parecía abrazarla como un segundo hogar, y Martino, atrapado en la imagen, sintió que no podía quitarle los ojos de encima. “¿Nunca te sentís como si fueras una marioneta?”, preguntó Gala mientras nadaba hacia el borde, dejándose ver de manera provocativa. Martino no sabía cómo responder. Sabía que las palabras de ella eran un reto. La manera en que jugaba con él, con una indiferencia que lo desarmaba, aumentaba su deseo por ella. “A veces me siento como un actor en una obra que no elegí”, se confesó él, y enseguida sumó: “Pero no sé qué hacer para cambiarlo”, sabiendo que la frase sonaba profunda, pero sin entender del todo por qué la había dicho. “Eso te hace más interesante, Martino. Pero cuidado, la vida no es una obra. Y las obras siempre terminan”, declaró haciéndose la poetisa y se volvió a hundir en lo más profundo. Salió de la piscina y, mientras se secaba el pelo, no dejó de mirarlo. A Martino cada palabra de Gala lo seducía; sentía como si lo tuviera atrapado con un lazo invisible. “Me tenía loco, hipnotizado”, dice todavía encantado.
Los siguientes intentos de Martino por acercarse a Gala fueron discretos, casi inocentes, como si se tratara de un simple coqueteo sin mayores implicancias. Pero al poco tiempo, su actitud se fue transformando. La distancia entre ellos, más que ahuyentarlo, lo acercó. La ausencia de respuesta y la indiferencia de Gala fueron el motor que impulsó su deseo hacia niveles que él mismo no comprendía.
Cuando la veía en reuniones familiares en las que ella desbordaba simpatía, alegría y confianza, la ansiedad de Martino alcanzaba límites insostenibles. A veces, sentía como si la sola presencia de Gala fuera suficiente para que todo a su alrededor dejara de tener sentido. La forma en que se reía, cómo iluminaba una habitación con su sola presencia, lo enloquecía. Pero lo que más lo obsesionaba era la paz con la que ella parecía vivir su vida. Mientras él estaba atrapado en un remolino de pensamientos, deseos y frustraciones, Gala simplemente era.
Durante semanas estos encuentros se fueron repitiendo. Siempre en reuniones familiares, siempre con excusas para cruzarse, pero cada vez más intensos. Martino comenzaba a notar que sus pensamientos ya no pertenecían a su esposa o a sus hijos. Lo único que ocupaba su mente era Gala. Pero, por más que se acercaba, nunca lograba romper la barrera de la indiferencia que ella mantenía. Las respuestas breves y picantes, las sonrisas sarcásticas, todo lo que ella le daba lo mantenía en un estado de caos emocional.
Una tarde, mientras él revisaba sus mensajes en su teléfono, algo lo hizo sonreír de forma involuntaria: “Gala había visto mis historias de Instagram”. Era una tontería, un gesto sin importancia, pero para él significaba “todo”. Sentía que, de alguna manera, ella le estaba prestando atención, aunque no de la forma en que él deseaba.
A medida que los meses pasaban, Martino comenzó a hacer cambios sutiles en su vida. Su trabajo, que antes le daba una satisfacción infinita, comenzó a perder sentido. Ya no le importaban tanto las reuniones ni los proyectos. Lo único que quería era estar cerca de Gala, aunque fuera a través de su imagen en una pantalla. Las horas que pasaba mirando su celular, revisando sus redes sociales, aumentaron exponencialmente. Cada vez que alguien hablaba de ella, su corazón se aceleraba.
Un día, durante una reunión con algunos compañeros de trabajo, Martino sintió una necesidad inexplicable de escapar. La conversación lo aburría, las caras a su alrededor se difuminaban. Sólo podía pensar en lo que Gala estaría haciendo en ese momento. Tal vez, pensó, estaba en una cena, rodeada de amigos, tal vez con alguien que no era él, y eso lo volvía loco. Decidió escribirle: “Hola, Gala. ¿Cómo estás? Estoy en una reunión, pero no puedo dejar de pensar en vos”. Estaba tan absorto en la necesidad de ese mensaje, en la desesperación por obtener una respuesta, que ni siquiera pensó que su comportamiento era irracional. “Estaba loco de celos de alguien que ni siquiera me pertenecía”. Cuando Gala, por supuesto, no le contestó, su ansiedad aumentó aún más. Cada momento sin respuesta lo hacía sentirse más vacío y solo. “Quería lo que no tenía”.
Entonces, la estrategia de Martino para acercarse más a Gala comenzó a tomar formas elaboradas y astutas, que rozaban lo “ilegal”. Ya no se conformaba con los encuentros casuales ni con los mensajes furtivos. Necesitaba más, y encontró en su trabajo la excusa perfecta para inventarse viajes de negocios. Cada vez que tenía la oportunidad de salir de la ciudad, la usaba como una vía de escape y como la excusa para escribirle a Gala. “Estoy viajando por trabajo. Es todo tan estresante. ¿Te gustaría escaparte unos días y acompañarme?”. Sus mensajes eran atrevidos, claro, y sin tapujos. Pero sabía que, al menos, si ella le respondía, él podría sentir que el deseo aún estaba vivo, aunque sólo fuera en el aire. La idea de invitarla no era más que un juego para él, algo que tramaba en su cabeza como una fantasía repetida. Gala no sólo lo rechazó, sino que contestó con ironía: “No, Martino. No soy de esas chicas que se escapan con tipos casados para vivir aventuras. Pero me alegra saber que te acordás de mí, aunque solita no me va nada mal”. La respuesta lo sacudió. Pero, en lugar de desanimarlo, lo llenó de una energía absurda. Se le ocurrió una nueva táctica: si no podía ganar su atención con viajes, lo haría a través de la familia, de los momentos compartidos.
Las reuniones familiares, en especial las celebraciones de las fiestas tradicionales, eran momentos clave. Martino sabía que la familia de Elena siempre estaba reunida en esas fechas: algún que otro Shabat, las cenas de Rosh Hashaná y de Pesaj. Cada ocasión era perfecta para observar a Gala de cerca, para buscar esas brechas en las que pudiera colarse y acercarse aún más. La mirada fija de Martino nunca faltaba. Se las ingenió para estar cerca de ella en cada momento, y aunque siempre era cuidadoso de no sobrepasar los límites, en su mente “ya había cruzado todas las barreras posibles”.
Gala siempre estaba rodeada de gente porque era “la adoración de todos en la familia”, la que animaba las cenas, la que jugaba con los chicos, la que tenía una sonrisa para todos, sin importar lo que pasara a su alrededor. Cada vez que Martino la veía rodeada de niños, su deseo aumentaba. Era como si la naturalidad con la que ella se entregaba, la calidez con la que interactuaba, lo martillara a cada paso. Le dolía verla tan cercana a todos, pero al mismo tiempo, eso lo mantenía más atento, más obsesionado.
En una de esas cenas de Pesaj, Gala se inclinó para hablar con uno de sus sobrinos, el más chiquito que le preguntaba sobre el significado de la festividad. Martino aprovechó para acercarse. El living estaba lleno de gente pero él logró sentarse junto a ella, como si fuera lo más natural del mundo. Se hizo el distraído, como si realmente le importara la criatura, pero sus ojos nunca se apartaron de ella. “Gala, qué linda estás hoy, como siempre”, le dijo con voz de galán amistoso. Su tono era suave, casi imperceptible entre el bullicio de la mesa. Ella, sin mirar, le respondió con una sonrisa amable, pero sin aliento en la conversación. “Gracias, Martino. Pero no te distraigas, la cena ya está por terminar y cada vez te veo más distraído”, estampó con su habitual tono canchero. “El problema no es que me gustes. El problema es que te necesito. Te necesito más que a mi propia cordura, y aunque lo sé, no puedo dejar de seguirte, de buscarte. La necesidad de ver tu sonrisa, de escuchar tu risa, me consume. Porque en el fondo sé que nunca voy a ser el tipo que te rompa la cabeza. Pero, no me importa, sigo acá, como un nabo, esperando algo que nunca va a pasar”, se despachó él con tremenda declaración, a metros de la familia de ambos. Pero nada salió de ella.
La indiferencia era su peor castigo, pero al mismo tiempo, le daba un pequeño resquicio de esperanza, la misma que lo mantenía en constante desvelo. Entonces, decidió hacer algo aún más drástico. Aprovechando que las celebraciones de Rosh Hashaná estaban por llegar, ideó un plan para acercarse a Gala de otro modo. El día de la fiesta en la casa de sus suegros, se preparó como nunca. Llegó con la sensación de que esta vez, finalmente, iba a lograr lo que tanto deseaba. La vida ya no tenía sentido sin la posibilidad de que su cuñada lo mirara de otra manera. La cena transcurrió sin incidentes, con Martino mostrándose más amable y atento de lo habitual, como si todo estuviera bajo control. Pero en su interior, sentía una tormenta desatada. Estaba pendiente de cada movimiento de Gala. La veía reír con la familia, jugar con los niños, hablar con sus amigos. Nadie parecía notar que él la observaba con la intensidad de un hombre que está perdiendo el control de sí mismo. Se acercó varias veces para hablarle, para hacerle comentarios sobre algún detalle en la conversación, pero ella lo recibía siempre con la misma amabilidad distante.
Después de la cena, cuando todos se dirigieron a los sillones para la sobremesa, Martino la interceptó. “Gala, ¿puedo hablar con vos?”, le dijo, casi sin aliento. Ella lo miró, como si no lo hubiera visto en toda la noche. Sus ojos eran como un espejo, fríos e inaccesibles. “Claro. ¿Qué pasa?”, contestó. “Es sólo que… hay algo que siento, algo que no puedo dejar de pensar. Quiero decirte que no soy como todos los demás, que esto no es sólo un juego. Dejaría todo por vos”. Sus palabras salieron atropelladas, llenas de ilusión. Gala lo observó en silencio, como si estuviera esperando que él terminara de hablar. “Martino… No sigas. Sabés que esto no va a ningún lado”, respondió con suavidad, casi con compasión, pero sin un atisbo de emoción. “Ya sabés lo que tenemos, ¿no? Somos familia. No puedo ser la mujer que buscás”. Con esas palabras, lo rechazó, pero con una delicadeza que lo dejó aún más devastado. Lo peor no fue el rechazo en sí, sino que él lo sabía de antemano. Lo sabía, pero no podía dejar de intentarlo. Quería que ella cediera, que su indiferencia se rompiera. Pero no pasó. Gala, una vez más, se alejó.
A pesar de las respuestas frías, Martino no se daba por vencido. Aprovechaba cada encuentro para acercarse, siempre al borde de lo que podría ser un comportamiento inapropiado. A los diez días, en Yom Kipur, después de la tradicional cena previa al ayuno, la familia se reunía en el living para rezar. Cuando todos estaban concentrados, él se acercó a Gala que estaba sentada en el sillón sola. Le pidió que lo acompañara a fumar fuera de la casa. Gala lo miró con un aire divertido, como si leyera sus pensamientos. “¿Creés que soy tonta? —le preguntó, aunque no con agresividad, sino más bien con una sonrisa que lo frustraba y lo atraía más que nunca— No voy a salir a caminar con vos. Y mucho menos hoy, nuestro día más sagrado, cuando pedimos perdón por nuestros errores”.
Cada vez que pasaba más tiempo con la familia de Elena, las fiestas, las cenas, Martino sentía una mezcla de ambición y excitación. En cada cruce, su cuerpo lo traicionaba, su corazón latía con más fuerza al ver a Gala, al estar cerca de ella. Pero, a su vez, la culpa lo invadía, la voz interior que le decía que lo que estaba haciendo era inapropiado. Sin embargo, era incapaz de detenerse. “¿Por qué sería inapropiado?”, pregunta preguntándose, y en un intento de justificarse, cuestiona: “¿Qué tenía de malo desear a la mujer que me volvió loco?”
Pero la indiferencia de Gala lo empujaba más al abismo. A veces, sentía como si su corazón estuviera en una cuerda floja, a punto de caer al vacío. Sabía que no podía seguir buscando una respuesta en ella, pero el miedo al precipicio lo mantenía amarrado a esa obsesión que ya lo devoraba. En uno de esos encuentros grupales Martino se presentó una vez más frente a la hermana de su esposa y le rogó: “Si tan sólo fueras mía, aunque fuera por un segundo. No me importaría lo que pasara después, pero ese segundo de tu cercanía, de tu mirada, de tu respiración junto a la mía… sería todo lo que necesito para poder cerrar este círculo. Pero lo sé: nunca va a suceder. Jamás me vas a mirar como yo a vos”. Y en un despertar de sensatez, vuelve al presente para recriminarse: “¿Cómo pude llegar a este punto? ¿Cómo pude perderme en algo que no existe? Tal vez porque el deseo no necesita justificación”, concluye con las pupilas tiesas.
Gala, sin embargo, nunca cedió. La lealtad que sentía hacia su hermana la mantenía firme. En sus ojos, él no era más que un hombre casado, y el padre de sus sobrinos, nada menos. No importaba cuánto él intentara demostrarle lo contrario. Gala jugaba con la idea, pero nunca cruzaba la línea. Martino no lo entendía. La paradoja lo consumía: tenía todo lo que cualquier hombre podría desear, y aún así, se encontraba perdido en el deseo de una mujer que era inalcanzable… “Que era la tía de mis hijos”. Cuanto más se obsesionaba, más distante se volvía de todo lo que había sido antes.
Cada vez que se cruzaban, Martino sentía que la línea entre lo correcto y lo errado se desdibujaba. Y aunque sentía amor por Elena, no podía dejar de pensar en cómo habría sido su vida si, en lugar de haber elegido el camino de la estabilidad, hubiese optado por el deseo, la pasión, lo prohibido. “Gala representaban todo lo que quise ser en mi vida pero no tuve el valor de seguir”, se confiesa.
Gala dejó claro que jamás traicionaría a su hermana, pero a Martino ya no le importaba. La ilusión de lo que podría ser se había convertido en un monstruo. Aunque trataba de mantener su vida intacta, el fuego del deseo seguía ardiendo con fuerza, y nada parecía poder apagarlo. Con el paso del tiempo, Martino comenzó a convencerse de que su obsesión por Gala era más que un deseo pasajero, más que una simple atracción. “Era como un veneno en mis venas, algo que ya no podía controlar”, dice recorriendo su pecho con la yema de sus dedos, y agrega: “La había idealizado tanto que se había convertido en el centro de mi existencia”. Cada pensamiento, cada momento libre, su mente volvía a ella, se refugiaba en su imagen y en su rechazo. Su cuerpo, su voz, sus gestos… todo en ella lo consumía de una manera que jamás imaginó posible.
Cada vez que entraba a su casa, cada vez que veía a Elena, una sombra de culpa le recorría el cuerpo. ¿Cómo podía mirarla a los ojos cuando su mente estaba tan ocupada con la hermana de ella? ¿Cómo podía soportar la ironía de tenerlo todo y, al mismo tiempo, sentirse tan vacío? El hecho de que Gala nunca le hubiera dado una oportunidad, nunca hubiera cedido a sus avances, sólo alimentaba el fuego en su interior. En su mente, ella se había convertido en el símbolo de lo imposible, de lo inalcanzable, y como tal, lo deseaba más que nada.
Una noche, mientras revisaba su teléfono, Martino encontró algo que lo hizo estremecerse. Había una foto en una red social en la que Gala estaba de vacaciones en el Caribe, sonriendo, libre, rodeada de amigos. Parecía feliz, como siempre, Gala sonreía en la foto con una tranquilidad y una paz que lo atormentaban. Él estaba atrapado en la cárcel de su deseo, y ella, aparentemente, seguía adelante con su vida como si nada hubiera sucedido entre ellos. El contraste entre sus vidas lo golpeó con fuerza, como un puñal directo al corazón.
Martino, cegado por el capricho, comenzó a buscar más detalles. Revisaba minuciosamente cada una de sus publicaciones, cada foto, cada comentario. Chequeaba las cuentas de sus amigos, de sus compañeros de trabajo. Necesitaba saber más. Su mente se llenaba de preguntas obsesivas. Y lo peor de todo era que no podía compartirlo con nadie. Nadie podría entender lo que sentía. La gente que lo rodeaba lo veía como un hombre exitoso, feliz, pero por dentro estaba completamente arrasado. La angustia de su deseo lo estaba destruyendo.
A partir de ahí, todo se fue precipitando. Los mensajes se hicieron más frecuentes, y Martino comenzó a cruzar límites que nunca antes había imaginado. Le enviaba mensajes a cualquier hora, sin esperar respuesta, “simplemente porque necesitaba escribirle”. Se presentaba en su lugar de trabajo sin previo aviso, esperando verla, aunque fuera por un segundo. Y Gala, como siempre, lo trataba con esa indiferencia cortante, pero no lo rechazaba. Lo provocaba manteniéndolo en un estado de limbo, donde la esperanza y la angustia se confundían.
“¿Por qué me haces esto?”, le preguntó él, la última vez que se encontraron en el centro de Buenos Aires. “Porque te gusta. Te encanta la tortura, Martino. Y te encanta que yo te lo haga”. Eso fue lo último que ella le dijo antes de bloquearlo en todas las redes sociales, eliminar su número de teléfono y cortar cualquier tipo de comunicación privada. Finalmente, llegó el día en que Martino comenzó a entender lo que Gala había hecho con él: lo había enterrado sin que él se diera cuenta. En una ocasión en que él se presentó sorpresivamente en su trabajo, Gala ni siquiera le dirigió la palabra. Los mensajes quedaron sin respuesta.
Ese rechazo definitivo de Gala fue la última conversación, y marcó el principio del fin para Martino. Ya no había más juegos, no había más excusas. El amor, si alguna vez se le pudo llamar así, se había transformado en una obsesión cruel, implacable. Él intentó seguir adelante, seguir viviendo su vida, pero algo había cambiado para siempre. A partir de ese momento, sus días se convirtieron en una rutina vacía. Y lo único que quedó fue el eco de la figura de Gala en su mente.
Ella seguía con su vida con su carrera, sus amigos, sus propios deseos, ajena a todo lo que él había sufrido. Él seguía viviendo con la obsesión, pero ahora era más distante, más dolorosa. Para ella, Martino nunca fue más que una distracción pasajera, un hombre casado que intentó apostar con fuego. Pero para él, Gala seguía siendo su anhelo inalcanzable, su imposible, su dolor eterno.
“La belleza de lo inalcanzable es que, cuando uno lo toca, se desvanece de inmediato”, parafrasea Martino queriendo explicar su frustración de no poder jamás acceder a ella en la forma que él quiso. Se ven, sí, pero sólo en eventos familiares los cuales ella se ocupa de esquivarlo. “Siempre supe que esto no iba a terminar bien, pero nunca imaginé que me llevaría tanto tiempo entenderlo. Porque, ¿sabés qué? Ahora lo sé. El amor no se trata de que dos personas se elijan. El amor verdadero es cuando una persona es incapaz de dejar ir a la otra, incluso sabiendo que nunca serán lo que desean. Ahora no sé cómo salir de este laberinto que me construí. Lo peor es que la sigo buscando y ya ni siquiera sé cómo se hace para olvidarla”, se quiebra.
Martino continúa con su familia y su éxito laboral. Sin embargo, en algún rincón de su mente, sigue persiguiéndola, atrapado en la ilusión de algo que nunca fue. Mientras Gala vive su vida, libre y feliz, sin recordar siquiera el eco de la obsesión de su cuñado.
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