El maquinista es un hombre de 65 años. Su padre fue maquinista. Su abuelo fue maquinista. Él es la autoridad en esta locomotora que avanza velozmente, en la que también hay dos jóvenes: son los “aspirantes” que algún día tomarán los controles. Uno de ellos enciende un cigarrillo y mira la vía por delante; el otro, que viste una remera negra de La Fraternidad, acaba de regresar a la cabina porque salió a medir la temperatura del agua del motor, sujetándose de una barandilla mientras el viento lo zamarreaba.

La locomotora emite un bramido. Arrastra diez vagones: dos coches camarotes, tres coches pullman, un coche restaurante, un coche cine, uno de encomiendas y dos “bandejas automovileras”. Es una EMD GT22 diésel eléctrica, estadounidense. Me dejaron entrar un rato a la cabina y desde aquí advierto una manada de guanacos que se largan a correr espantados por el largo bocinazo que el maquinista hace sonar. El terreno es ondulado y áspero. Hay precipicios al costado de las vías y curvas cerradas: son peligros que yo no había notado antes, desde el camarote muy cómodo en el que venía viajando como un flâneur, dejando vagar mi vista por la estepa porque el último tren de pasajeros que atraviesa la Patagonia te da una oportunidad para desarmar la mente ante la inmensidad.

El vacío del desierto patagónico, desde la ventanilla del tren

Una pátina de sudor polvoriento recubre a los tres hombres en la locomotora. En otra época, estarían echando paladas de carbón a la caldera pero ahora, con un gesto serio, miran el camino a través de ventanillas cuadradas y pequeñas, recubiertas de barrotes. No hablan demasiado y cuando hablan, gritan. La máquina –a la locomotora, los ferroviarios le dicen “la máquina”– hace toda clase de ruidos. Es un animal de 107 toneladas que gruñe, se esfuerza y resopla mientras tira de la fila de vagones. Un cartel en una pared advierte: “PELIGRO—600 VOLTS”. Trabajar aquí adelante es un oficio de hombres rudos: hace falta coraje y fuerza para dominar al tren, y una buena conversación te tiene que interesar más bien poco.

Estamos llegando a Bariloche: ya casi es el final del recorrido de 827 kilómetros del Tren Patagónico.

* * *

Luego de algunos meses en los que se reparó un tramo de diez kilómetros de las vías, entre la estación de San Antonio Oeste y la de Viedma, ahora el tren rueda de nuevo. Viaja dos veces por semana: los viernes va a Bariloche y los domingos vuelve a Viedma. La inversión del gobierno provincial fue de 2848 millones de pesos: se mejoraron los terraplenes y se renovaron los durmientes y los rieles y por fin, el viernes 3 de enero (el día anterior a mi visita a la locomotora), el ferrocarril partió desde Viedma. Fue todo un acontecimiento porque en 2023, con una deuda de 738 millones de pesos, la empresa había congelado el servicio.

El maquinista Horacio Laurín

“El Tren Patagónico es mucho más que un transporte”, tuiteó el gobernador rionegrino Alberto Weretilneck en diciembre de 2024. “Es símbolo de integración, de nuestra identidad y una experiencia turística única que conecta el mar con la cordillera”. Ese viernes 3 de enero hubo música en vivo en el andén, un stand de libros y otro de snacks de manzana. Dos equipos grabaron imágenes para la televisión.

Unas 19 horas después de esa pequeña ceremonia, estoy junto a los maquinistas mirando el horizonte, en silencio como ellos.

Me desperté hace un rato. Dormí en un camarote en el que había una gran ventana, dos camas, una mesita, un botiquín y un pequeño armario. Mi esposa y mi hijo vienen conmigo, y en este momento están desayunando en el vagón restaurante. Atravesamos la provincia de Río Negro de este a oeste pasando por doce estaciones; entre ellas, San Antonio Oeste, Valcheta, Ramos Mexía, Sierra Colorada, Maquinchao, Clemente Onelli y Colmallo. Son lugares pequeños en medio de los juncos, habitados por gente que se adapta al viento y a la distancia. En Clemente Onelli hay menos de 200 vecinos: el paso del tren acaso les recuerda que aún están vivos. Allí, y en las demás estaciones, saludan y graban videos con su celular, o se trepan a un coche pullman de asientos anchos para ir a hacer trámites o a ver al médico a Bariloche. Entre los pasajeros de esa categoría y los de los camarotes, hoy viajan unas 240 personas.

El autor de la crónica, en el vagón comedor del tren

Le pregunto al maquinista cuán complejo es conducir un tren. Se llama Horacio Laurín. Mueve la cabeza con un gesto de confianza.

–Tenés que conocer la vía –me dice alzando la voz–, si no conocés la vía, estás en el horno… Tenés que conocer la vía… dónde sube, dónde baja, todo eso.

El tren rueda hacia el horizonte entre colinas y riachos que parecen sacados de una postal. Los primeros picos de la cordillera de los Andes están nevados.

* * *

La empresa estatal rionegrina de trenes (Tren Patagónico, S.A.) también ofrece excursiones a bordo de un vehículo centenario (La Trochita), y un servicio turístico nocturno que cinco veces por semana une a Bariloche con la estación Perito Moreno, ubicada entre la estepa y la cordillera. Allí hay una casa de té y un restaurante.

Además, existe un servicio social de transporte de pasajeros desde Ingeniero Jacobacci hasta Bariloche, y un tren de carga que en cada viaje, desde Aguada Cecilio hasta San Antonio Oeste, transporta entre 1000 y 2000 toneladas de piedra caliza –utilizada en la producción de carbonato de sodio.

En el coche restaurante converso un rato con Darío Dukart, el jefe del Departamento de Ventas y de Comunicación de la empresa.

–Hay mucha gente que es fanática del tren –me dice cuando le pregunto quiénes viajan en el Tren Patagónico–. Y hay otros que vienen con sus hijos. Los chicos no conocen el tren porque se fue perdiendo… Este es, creo, el último tren de la Argentina sostenido por el gobierno de una provincia.

La crisis de los trenes no es extraña en la Argentina: la red ferroviaria nacional alcanzó a mediados del siglo XX los 46.000 kilómetros, de los cuales hoy quedan en actividad alrededor de un tercio. La década de 1990 fue fulminante. El sistema nunca se recuperó.

“Un tren no es un vehículo”, escribió Paul Theroux, quien con su libro El gran bazar del ferrocarril renovó la literatura de viajes. “Un tren es parte de un país: es un lugar”. El Tren Transiberiano, por ejemplo: Rusia lo empezó a construir en 1891. Con el paso del tiempo, unas cuatro millones de personas llegaron a Siberia desde el occidente para trabajar en las nuevas estaciones y en la infraestructura. Rusia había construido al Tren Transiberiano, y luego el Tren Transiberiano construyó a Rusia. El Tren Patagónico llegó a Bariloche en la década de 1930. Me pregunto si este tren construyó a las zonas que toca en la Patagonia de la misma manera que el tren ruso.

Dukart lleva unos 25 años en esta empresa. Hace poco viajó a Japón y habló sobre los vagones españoles del Tren Patagónico, estos vagones en los que duermo y desayuno, que tienen unos 50 años de antigüedad y que persisten en el tiempo por la fidelidad de sus materiales. Los japoneses estaban sorprendidos al ver rodar lo que consideraban una pieza de museo. Dukart también se sorprendió, pero cuando vio un tren bala que corría con un sistema de levitación magnética y alcanzaba casi 600 kilómetros por hora.

Me cuenta, creo que con cierto orgullo, que en este tren nadie va a molestar a nadie y se viaja seguro: la compañía firmó un convenio con la policía y con los hospitales de la provincia de Río Negro.

–Llevamos un teléfono satelital a bordo –dice. Quiere que esto se parezca lo menos posible al Far West–. Si alguien se descompone, llamamos por satélite y una ambulancia nos espera en la próxima estación. Si el médico te dice que estás bien, te subimos y nos vamos. Si no, quedás a cargo de mi jefe de estación. No te abandonamos nunca.

El coche restaurante tiene macizas sillas de madera, hermosos manteles de tela a cuadros y variados colores del atardecer en la ventana. Mientras Dukart habla, atrás de él los niños juegan y gritan, y los padres humedecen medialunas en el café con leche o mezclan naipes. Un vagón restaurante no es cualquier vagón. Es un vagón especial. Paul Theroux lo puso así: “Los coches comedor contaban la historia completa del sitio (y si no había coches comedor, el país no podía ser tenido en cuenta): el puesto de fideos en un tren malasio, la borscht y los malos modos en el Transiberiano, los kippers y el pan frito en el Flying Scotsman”.

Cuando el sol cae, en el Tren Patagónico hay cazuela de mariscos, milanesa con puré, sorrentinos de muzzarella y calabaza, pollo grillé, hamburguesas de garbanzos: la historia completa del sitio.

* * *

El murmullo que viene del vagón restaurante se apaga de a poco. Llega la medianoche que va del viernes 3 de enero al sábado 4, y en la ventana de mi camarote la Patagonia vuelve a ser aquella tierra misteriosa de dinosaurios que asombró a Charles Darwin en 1832. La estepa es de un color opaco y blancuzco, los juncos parecen chips de chocolate. Somos los pasajeros del camarote 19-20, guardamos silencio en esta intimidad liminal, nos gusta estar aquí, en ninguna parte. Mi hijo duerme con el arrorró mecánico del tren. Mi esposa, Higashi, observa a mi lado el cielo. Las tinieblas lo cubren casi todo, pero reconocemos a las estrellas que forman el cinturón de Orión: Alnitak, Alnilam y Mintaka. Las Tres Marías. ¿Son esas?, le pregunto. Higashi no responde, creo que intenta mirar tan lejos como puede pero no termino de saberlo porque su rostro está oculto en la penumbra. La región más vacía de todo el continente americano también es la más legendaria. Espiamos lo que pocos ojos han visto: tierras vírgenes solo pertenecientes al viento y a los espíritus –y a algún terrateniente cuyo nombre ahora no significa nada.

Ella se duerme antes que yo.

A la mañana siguiente, el sol ilumina el camarote. La luz entra por el este suavemente, como en una cabaña de campo. Me despierto con esa sensación, pero rápidamente me doy cuenta de que todo sigue en movimiento. La locomotora, a diferencia de nosotros, no se ha detenido en toda la noche. Es una bestia insomne.

* * *

Le pregunto al guarda, Alberto Silva, y también al encargado de los camarotes, Pablo Espinosa, si podrían reconocer en qué lugar de la estepa patagónica estarían en caso de quedarse dormidos de modo imprevisto. Los dos me responden que sí.

–Yo me puedo llegar a dormir un rato, pero cuando el tren paró, ya estoy ahí, al pie del cañón –dice Silva.

Espinosa recuerda un día en que se despertó y tuvo que bajar corriendo a cambiar una enorme pieza de hierro porque el tren había descarrilado, o al menos no podía seguir avanzando.

–Pesaba 60 kilos –dice, y todavía parece cansado por cargarla. Dos hombres se arrastraron por debajo de la locomotora y terminaron de repararla.

Solía ganarse el pan como vendedor ambulante, Espinosa. Pareciera que eso fue en otra vida: desde hace trece años trabaja en el Tren Patagónico. Tiene siete hijos, tiene 40 años. Él es quien recibe a los pasajeros del coche cama, quien corta los tickets y entrega las entradas para el vagón cine, dos botellas de agua mineral, dos toallas pequeñas y las llaves del camarote. Es oficialmente el “camarero”, pero viste ropa azul de trabajo, como un ferroviario, y está listo para lo que el ferrocarril demande. Espinosa vive en Viedma, vive arriba de un tren, vive partiendo. No le pregunté si le cuestan las despedidas porque solo ahora, mientras escribo, se me ocurre que quizá sí, y sería fácil decir que hay melancolía en su mirada pero, la verdad, no.

Un pequeño cartel en la pared del camarote advierte: “Sr. Pasajero. Durante su viaje diurno la cama inferior de este camarote puede transformarse en cómodo asiento con respaldo. Si ud. es gustoso de ello, solicítelo al camarero quien efectuará la operación”.

* * *

De nuevo en la locomotora, de nuevo en la mañana del sábado 4 de enero. Horacio Laurín, el maquinista, me cuenta que ya a los 12 años viajaba acompañando a su padre y aprendiendo el trabajo. Me lo cuenta gritando, porque el ruido es constante. Falta poco para que el reloj marque la una de la tarde y el tren llegue a Bariloche, donde los que aguardan en el andén se abrazarán con los pasajeros que bajen. Solo entonces la locomotora hará silencio.

Guillermo Enrique Hudson –escribe Bruce Chatwin en su famoso libro En la Patagonia– tiene la impresión de que “quienes deambulan por el desierto patagónico descubren en sí mismos una serenidad primigenia, tal vez idéntica a la Paz de Dios”.

Los tres maquinistas que se encuentran a mi lado en la cabina se muestran serenos; desconozco si alcanzaron la Paz de Dios. Pero, por lo que me cuentan mientras observan la vía, no tienen más remedio que mantener la serenidad si un animal se cruza. Vacas, por ejemplo. Se abren en dos cuando una locomotora las golpea. Más allá del espectáculo triste y sangriento, no representan un riesgo. Supongo que los guanacos tampoco lo son. Los toros, en cambio, no se parten, sino que mueren atrozmente, en una sola pieza que se enreda debajo de la locomotora y que puede provocar un descarrilamiento. “Tienen la piel dura”, comenta uno de los ferroviarios.

La locomotora EMD GT22 empuja. Hoy no habrá vacas en su camino. Tampoco habrá guanacos. Ni toros. Es como si el bramido del tren comenzara a sonar cada vez más lejano, más desconocido, más onírico, hasta que la inmensidad de la estepa nos engullera y, en algún momento que no sé identificar, todos nos convirtiéramos en una línea en el horizonte patagónico.