La primera vez que sintió esas famosas mariposas en la panza fue esa noche del millón de estrellas. Corría el año 1991, y Ana se hallaba de vacaciones en un pueblo pesquero al norte de Uruguay, que habían “descubierto” en uno de esos viajes donde su padre se aventuraba a ingresar a cada balneario en la ruta para ver qué había oculto por ahí.
Aparte de una naturaleza agreste, un mar bravo y un pueblito pintoresco, en su orilla la comunidad estaba enmarcada por rocas enormes, lisas, desde donde Ana, junto a sus hermanos, solían mirar las estrellas, recostados, tapados con mantas que llevaban a cuestas los cuatrocientos metros que los separaban de su cabaña.
Un grupo inseparable
Cierto día cuando las nubes anunciaban lluvia, Ana decidió recorrer un poco las calles de aquel rincón del mundo que le resultaba fascinante. Fue así que se topó con un trozo de terreno parquizado, una red de vóley y varios chicos de su edad jugando. Una chica que tendría unos 16 la miró fijo y lanzó: ¿Te querés sumar?
“Me acuerdo que me tomó de sorpresa”, rememora Ana. “Era más bien tímida, pero se ve que los miré tan fijo, tan fascinada y con tantas ganas de formar parte, que se dieron cuenta y me recibieron en el grupo. ¡Fue espectacular”.
A partir de entonces, Ana se les unió y se hicieron inseparables. Eso es lo extraño de las vacaciones de verano, se forman amistades entrañables en pocos días, que parecen existir desde siempre en esa burbuja detenida en el tiempo.
La chica de ciudad que se enamora del hombre rústico
Él se llamaba Marcelo y venía de un pueblito de Canelones. A Ana le causaban gracia los nombres de los lugares en Uruguay, y Canelones sin dudas se llevaba el podio. Él formaba parte del grupo y era más grande, unos 18, tal vez. A Ana le atrajo desde el comienzo, le gustaron sus ojos celeste cielo en contraste con su piel tostada, pero, en especial, le gustaba esa forma de ser rústica que tenía, tan de campo, tan de la naturaleza.
“Siempre me imaginé dejando Buenos Aires y viviendo en algún paraje rural. Aparte en esa época leía novelas románticas y había una de Corín Tellado donde pasaba algo así: la chica de ciudad que se enamoraba del hombre rústico. ¡Me imaginé todo! ¡Hasta casada con él! A esa edad es así… y me parece hermoso”, dice Ana, con su mirada perdida en esos viejos tiempos.
Entonces llegó ese día donde juntos se metieron al mar, todos los amigos jugaban a hacer “piecito” para darse chapuzones que los hacían estallar de risa. Y allí, entre la alegría infinita de la adolescencia, sus manos se rozaron, él la miró con ojos cargados de amor, y Ana supo que era correspondida.
Las mariposas en la noche del millón de estrellas
La noche del millón de estrellas selló su amor de verano. En un comienzo, en la gran roca desde donde miraban el cielo, estaban todos, pero poco a poco se fueron despidiendo hasta quedar solo ellos dos.
Esa fue la noche del mejor beso de su vida, el beso que le hizo sentir esas mariposas que jamás regresaron con la misma magnitud. Esa fue la noche en la que creyó que él era el amor de su vida: “Así de intenso sentí el momento, y así de inolvidable es para mí hasta el día de hoy: Marcelo guarda un lugar especial en mi corazón”.
Y la noche del millón de estrellas fue la última noche para él, que volvió al día siguiente a su pueblo rural, ese que Ana soñó alguna vez con conocer.
“Nos vemos el próximo verano”
Al día siguiente, sumida en una pena indescriptible, Ana sintió que una parte esencial de ella se iba con él. Hoy, décadas más tarde, no subestima aquel sentimiento de una joven enamorada: “Son experiencias irrepetibles que no se vuelven a vivir de la misma manera, realmente se siente y se sufre con fuerza. No somos conscientes, pero en esas primeras veces en el amor hay emociones que se viven por única vez, es un presente que viene y se va, que nos lleva a sentir un duelo diferente a cualquier otro, nada es eterno: ni el primer amor, ni el verano, ni el beso”, reflexiona Ana, quien hoy ejerce como psicóloga y vive en las afueras de Buenos Aires.
Pero de regreso a ese día después, la joven sintió que su verano ya se había acabado, la playa ya no era tan linda, ni tampoco tan divertidas las últimas tardes que le quedaban junto a sus amigos. Todo cambió levemente de tono, cuando Juan, un integrante del grupo, se acercó a ella con una carta en mano. Era una carta de amor y una despedida hermosa. Al final decía: Nos vemos el próximo verano.
Por cuestiones de la vida, eso finalmente no ocurrió, pero para Ana, de alguna manera, esa carta hizo de ese primer amor, un amor eterno. Y de la noche del millón de estrellas, uno de los mejores recuerdos de su vida.
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