“¿Por qué ulula la canalla?”, preguntaba a voz en cuello un veterano y entrañable periodista de LA NACION, allá por los años 90, cuando advertía que en algún lugar de la Redacción se elevaba la voz, ya fuera por cierta disputa deportiva, por un inesperado estallido de risas o una discusión sobre cómo encarar la cobertura periodística del día.
Se llamaba Ovidio Bellando. Era un personaje simpático, extrovertido: se abría con gusto –aunque de forma selectiva– con personas de su especial querencia y con quien él consideraba agraciado de conocerlo y merecedor de su distinción. Cubría el área de Cancillería, por lo que se presentaba como “periodista diplomático”, una categoría profesional tan inexistente como divertida.
Siempre de saco y corbata, alardeaba de sus primicias y del conocimiento de cuestiones secretas del poder. “Vengo con los puños cargados de verdades, pero no podemos escribirlas”, decía para fastidio de su jefe, que siempre encontraba la forma de convencerlo de que dejara de ensimismarse.
Ensimismarse, linda palabra, como tantas otras que se fueron abandonando en la escritura. Ni qué decir del habla corriente.
La canalla ululaba siempre en aquellas redacciones de ruidosas máquinas de escribir, teléfonos fijos que sonaban a coro y módems que regurgitaban consonantes y pitidos estridentes mientras las primeras impresoras de tamaño descomunal parecían serruchar madera cada vez que alguien les daba la orden de poner en papel lo ideado en la pantalla.
Al principio de la era tecnológica en la Redacción era probable también que un infame error de cualquiera de las nuevas máquinas nos dejara seguido sin el texto elaborado con no poco esfuerzo. Ante la imposibilidad de recuperarlo porque no se había guardado o porque no se sabía qué, sobrevenían los lamentos de la canalla que aborrecía aquella temible frase de extremaunción cibernética: “Apagá y volvé a encender”.
Pasamos de escribir a los golpes a deslizarnos cual bailarinas por el teclado. Hoy también lo hacemos y no sobre uno, sino sobre varios y al mismo tiempo, pero con muchas menos palabras. La inversión fue indirectamente proporcional y es una pena. Hay decenas de términos preciosos que dejaron de usarse. Y no es excusa decir que son difíciles o arcaicos. Muchos, en su debido contexto, resultan irreemplazables. Poseen una sonoridad capaz de convertir en sinfonía al texto más técnico, más rígido o formal.
Hace exactamente dos semanas, Joaquín Morales Solá terminaba su columna dominical con la palabra “parvedad”. Seguramente, hubo muchos lectores que fueron a buscarla al diccionario. Podía deducirse su significado sin acudir a la Real Academia Española o, si se quiere, a la inteligencia artificial, pero había que leerla en el contexto de la frase para apreciar lo bien que remataba el sentido de la idea.
Nos fuimos quedando con pocas palabras en el uso cotidiano. Nuestro idioma registra más de 90.000 vocablos. Según diversos estudios, los adultos en la Argentina usamos en promedio apenas unas 500 palabras y los adolescentes, poco menos de 300. Se crean nuevas, es cierto, y son recogidas por la RAE. Sin ir más lejos, el 10 del mes pasado, esa entidad presentó la actualización 23.8 del Diccionario de la lengua española (DLE), con la incorporación de 4074 nuevos términos y expresiones, nuevas acepciones, enmiendas a artículos ya existentes y supresiones. Entre otras palabras y modismos, ingresaron espóiler, granularidad, macroencuesta y sérum. También formas complejas –las compuestas por más de una palabra– como centro de salud, unidad móvil, voto castigo o de castigo, zona cero o zona de confort y otras vinculadas a oficios y profesiones, como teletrabajar, micelar, barista, frapé, infusionar, varietal, wasabi, rapear, desendeudamiento, atencional y pósnet.
Y vaya si se lo consulta: durante la pandemia, el diccionario de la lengua española alcanzó el récord de 1000 millones de preguntas entre febrero de 2020 y enero de 2021. Debe ser una de las pocas cosas buenas que dejó la tragedia del coronavirus, al menos entre los hispanohablantes: mantenernos encerrados nos hizo un poco más curiosos en las formas del decir.
Bienvenidos los nuevos vocablos. Así como su uso continuado les da identidad, hay otros que lamentablemente la fueron perdiendo.
“Me pasó algo loquísimo”, me dijo ayer un exalumno para contarme cómo disfrutaba de lo inesperado con que se había topado. “Serendipia”, pensé si tuviese que narrar por escrito su hallazgo, que ciertamente resultaba deslumbrante.
Hoy todo “dura poco” en vez de ser efímero. Cuando se escucha a una persona hablar delicadamente se dice que es dulce, pero podría ser meliflua.
Nos vendría bien contar con una dirigencia más acendrada, que nos provea cierta dosis de serenidad en vez de zambullirse en arabescos atolondrados, mezquinos o infames que lo único que consiguen es mantenernos descreídos.
Necesitamos más bonhomía. De ser posible, una dosis de optimismo sempiterno que nos proteja del resquemor de vivir entre trapisondas. Y, así, lo bueno podría dejar de ser quimera.
Que los infames y los mojigatos dejen de espolearnos hasta el hartazgo. Que no haya maltrato, pero tampoco destrato que nos soliviante.
No somos ingenuos para creer que desaparecerán los zangolotinos que nos quieren convencer de luminiscencias inexistentes con tal de inculparnos de sus fracasos cuando se les termina la chapucería y quedan expuestos.
¿Alguna vez habrá epifanía de reciprocidad? Ojalá acontezca y nos permita salir de la culpabilización constante que nos provocan los temerarios con sus prácticas desmedradas con el único objetivo de trapichearnos el futuro cual granujas o bribones.
Que haya asedio de buenaventura aunque el parangón parezca incompatible. Al fin y al cabo, se trata de describir cuestiones de la vida con palabras: un botín que, sin costos, nos garantiza riqueza.
No me hago la pizpireta. Es que no quiero pasar de pantalla sin detenerme en los detalles. No me resigno a convertirme en un automatizado y triste chofer de mouse.