Una vez más, las negociaciones internacionales enfrentan un estancamiento que, lejos de acercarnos a soluciones, pone en evidencia los intereses contrapuestos que moldean el debate global sobre el medio ambiente. Hace apenas unas semanas en Busan, Corea del Sur, y tras una semana de discusiones, el mundo no logró avanzar hacia un tratado global contra la contaminación por plásticos. La fractura es clara: de un lado, países que exigen límites vinculantes a la producción de este material; del otro, grandes productores de petróleo y plásticos que rechazan cualquier restricción.
La situación recuerda las interminables negociaciones de las cumbres climáticas, donde las promesas quedan atrapadas entre compromisos vagos y la inercia de un sistema económico dependiente de los combustibles fósiles. En este caso, los paralelismos con el Acuerdo de París de 2015 son inevitables: al igual que entonces se evitó fijar restricciones explícitas a la producción de petróleo y gas, ahora se pretende centrar el tratado solo en la gestión de los residuos, ignorando la raíz del problema.
Mientras las discusiones avanzan a paso lento, el plástico sigue acumulándose en un planeta que ya no puede sostener su impacto. La producción anual de plásticos se duplicó entre 2000 y 2019, hasta alcanzar 460 millones de toneladas. La proyección es que va a triplicarse para 2060. Solo el 10% de estos residuos se reciclan; el resto termina en vertederos, incinerados o, en el peor de los casos, contaminando ríos y océanos.
El costo de esta crisis no está reflejado en el precio del plástico virgen, cuya producción sigue siendo más barata que el reciclaje, en parte porque los costos ambientales y sociales de su fabricación y eliminación no están adecuadamente internalizados. De continuar este ritmo, para 2040 la producción mundial alcanzará los 765 millones de toneladas, y en 2060, superará el umbral de los 1200 millones, con apenas un 11% procedente del reciclaje.
El principal obstáculo no es técnico ni logístico, sino político y económico. Países como Arabia Saudita, Irán, Rusia y Kuwait se oponen a cualquier mención a límites en la producción, priorizando sus intereses económicos por encima de un planeta que ya muestra elocuentes signos de su agotamiento. Esta postura, aunque predecible, es un espejo de la resistencia que enfrentamos en otros frentes ambientales.
El mundo se encuentra en una encrucijada. Centrar el debate únicamente en la contaminación sin abordar la producción de plásticos es como intentar vaciar un barco que se hunde sin cerrar la vía de ingreso de agua. Urge un cambio de paradigma que ponga la sostenibilidad y la salud del planeta por encima de los intereses económicos de unos pocos. Sin un tratado ambicioso, efectivo y vinculante, seguiremos hipotecando el futuro para las próximas generaciones, ahogándolas, literalmente, en plástico.