Me gustaba pararme en la orilla mirando al mar, dejar que la ola llegara y subiera hasta mis rodillas y después sentir la fuerza cuando se retiraba y me dejaba parada sobre dos pequeños montículos de arena. En ese momento, cuando el agua dejaba la arena brillosa antes de desaparecer por completo, quedaban a la vista pequeños tesoros: caracoles de varios colores, piedras perfectamente pulidas o, en alguna vacación caribeña, un pedacito blanco de coral. El hallazgo preferido era el de los caracoles de dos colores, casi como esos helados de crema y chocolate que salían de una máquina en el Pumper Nic de La Lucila al que nos llevaba la mamá de una amiga los viernes a la salida del colegio. También estaban esos otros con interiores tornasolados que yo juraba que, como algunas ostras, supieron encerrar una perla.

En mi ojo infantil también tenían valor las piedras. Lo importante era que cumpliesen con ciertos criterios. El primero, el color: tenía que ser atractivo y sobresalir en el fondo de arena; verdes, negras, terracotas o de un blanco impoluto. Casi en el mismo nivel de importancia, el pulido. El juicio final lo daba el tacto. Había que sostenerlas sobre la mano, enjuagarlas bien con el agua del mar, y ahí sí frotarlas entre los dedos hasta llegar al veredicto. Finalmente, estaban esas que se destacaban por ser únicas: traslúcidas, casi esféricas o, por el contrario, con bordes facetados o con alguna incrustación particular en su interior (a veces un caracol diminuto). Las llevaba de vuelta a casa como testigos de unas vacaciones inolvidables.

Los hallazgos eran testigos de unas vacaciones inolvidables

Desde el siglo XVIII tiene lugar una práctica particular en las orillas barrosas del río Támesis en Londres, una actividad que en sus comienzos quedaba relegada a los pobres y hambrientos y que en la actualidad es una suerte de privilegio. Su nombre es mudlarking y consiste en buscar objetos (hoy tesoros arqueológicos) en las orillas del río cuando la marea se retira. Los primeros registros de la actividad tienen doscientos años. Los habitantes de Londres que estaban sumidos en la más absoluta pobreza andaban raspando con sus palos el suelo barroso en busca de cualquier objeto que pudiera ser vendido (aunque más no fuese por unas cuantas hogazas de pan duro). En su mayoría se trataba de niños y los hallazgos podían ir desde carbón a pedazos de soga, algún clavo de hierro, restos de cobre… todo podía ser vendido por unos peniques.

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Cientos de años después, en la actualidad, cuando la marea está baja, una persona que camina por la orilla del río puede encontrarse con todo tipo de sorpresas. Con buen ojo, pueden aparecer entre el lodo fragmentos azules y blancos de cerámica del siglo XIX, o tal vez los delicados tallos de pipas de arcilla. Más pequeños y ajustando todavía un poco más la mirada, los botones de abrigos de elegantes caballeros y monedas que datan hasta tiempos de los romanos, cuando Londres era Londinium.

Pero hay unos objetos misteriosos que tienen a los mudlarks (así se llaman quienes se dedican a esta actividad) perplejos desde hace años: se trata de unas pequeñas piedras de color rojo profundo y oscuro, que en un día de sol brillan casi como si fuesen las semillas de una fruta de granada recién partida al medio entre el resto del canto rodado. Son granates, los granates del Támesis. Algunos rugosos, otros facetados, perfectamente pulidos y tallados, casi listos para ser engarzados en una joya. Hasta aquí ningún misterio, salvo que, a diferencia de otras piedras, los granates no fueron extraídos de minas británicas. Además, los expertos indican que los granates de Gran Bretaña son demasiado oscuros y fracturados para ser usados en joyería.

El mudlarking consiste en buscar objetos (hoy tesoros arqueológicos) en las orillas del río cuando la marea se retira

Algunos teorizan que son remanentes de la producción de abrasivos que los usan pulverizados en lijas. ¿Podría tratarse de eso? En algún momento la ciudad de Londres fue una gran productora de muebles de madera y requería de importantes stocks de lijas.

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Una versión alternativa, mucho más romántica y trágica, habla de naufragios. Es probable que sea la correcta. El Támesis, usado como vía comercial, podría haber sido navegado por barcos con pesados cargamentos de estas piedras semipreciosas que, según los arqueólogos de la Universidad de Oxford, eran apreciadas por los antiguos anglosajones que las cortaban y usaban en joyería. Durante siglos, los granates pueden haber navegado las aguas del río y hoy unos pocos afortunados (y autorizados explícitamente por el gobierno) cuentan con una licencia para buscarlos y encontrarlos.

En aquellas caminatas en la orilla del mar cada tanto me topaba con algún trozo de vidrio verde o turquesa que estaba tan pulido, suave y redondeado que bien podía pasar por una esmeralda o un zafiro. Enjuagado y libre de arena lo guardaba en mi baldecito, convencida de haber encontrado una verdadera gema. Alguno de los chicos que vacacionaban en la playa podían burlarse y decir que eran simples vidrios de colores, pero… ¿quién puede decirnos que no hemos encontrado un tesoro?