A continuación LA NACION reproduce el desafiante editorial del diario The New York Times que denuncia los atropellos institucionales del presidente electo norteamericano, Donald Trump, antes de su segunda investidura.
NUEVA YORK.- “El poder real —y ni querría usar la palabra— es el miedo”.
Donald Trump les hizo ese comentario a los periodistas Bob Woodward y Robert Cosa en marzo de 2016. El miedo, por supuesto, es una herramienta favorita del presidente electo norteamericano. La ha utilizado para intimidar a sus opositores, críticos y aliados para que se rindan, se dobleguen o se vayan. Construyó su imperio inmobiliario a fuerza de demandas judiciales y amenazas contra sus competidores y sus socios por igual.
Acobardó y demolió a sus opositores políticos a través de la humillación y la invectiva. Consolidó su control sobre el Partido Republicano y acalló a sus detractores internos con tácticas de presión y amenazas de acabar con sus carreras políticas. Y ya como presidente, usó el poder de su cargo y de las redes sociales para arruinarle la vida a quien quisiera.
Su objetivo con todo eso ha sido empujar a la gente a controlarse a sí misma en vez de controlar su ejercicio del poder. Y ahora, mientras se prepara para volver a instalarse en el Salón Oval, Trump está usando el miedo no solo contra el Congreso, sino también con otras instituciones independientes esenciales, como la Justicia, las empresas, la educación superior y los medios de comunicación. El objetivo general es el mismo: disuadir a funcionarios electos, jueces, ejecutivos empresarios y otros, de cumplir con su deber de maneras que impliquen un desafío a su poder o lo hagan rendir cuentas. Trump quiere que la disidencia les cueste tan cara que les resulte insoportable.
Los líderes y las instituciones de Estados Unidos deben aguantar y no dejarse disuadir. Frente a los embates de Trump, tendrán que mostrar coraje y resiliencia mientras siguen desempeñando su esencial rol democrático. La vigilancia es crucial: si las instituciones se rinden ante al miedo y la coerción —poniéndose de rodillas o explicándose a sí mismos que hacer lo correcto no vale la pena por el enfrentamiento, el estrés o el riesgo— no solo alientan futuros abusos, sino que también son cómplices de socavar su propio poder e influencia.
Ya los primeros resultados dan motivo de preocupación.
Trump propuso varios candidatos inaceptables para integrar su gabinete —Pete Hegseth, Tulsi Gabbard, Kash Patel y Robert F. Kennedy Jr.—, pero en la derecha del espectro político hay muy pocos senadores, expertos en defensa, líderes militares y de inteligencia y otros hombres con principios que estén dispuestos a plantarse frente a la insistencia del presidente electo para confirmarlos en el cargo.
Cuando uno se atrevió a hacerlo —la senadora Joni Ernst, la republicana de Iowa que expresó una razonable preocupación por las credenciales de Hegseth para ejercer como secretario de Defensa—, los aliados de Trump la hostigaron hasta conseguir los dos resultados que Trump buscaba: Ernst hizo comentarios positivos sobre Hegseth y, al hacerlo, desalentó a otros a enfrentarse a Trump en el futuro.
Los CEO de las empresas tecnológicas parecen haber aprendido la misma lección: después de desafiar la desinformación, el discurso de odio y las críticas de Trump y sus aliados durante el primer mandato, varios líderes empresarios ahora lo han colmado de elogios públicos y aportes millonarios para su toma de posesión, y Mark Zuckerberg llegó al extremo de eliminar el programa de verificación de datos de Meta y empezó a hacer propaganda a favor del presidente electo calificando su reelección como un “punto de inflexión cultural”. Las empresas Ford, GM, Boeing y otras han enviado dinero y flotas de automóviles para la ceremonia de toma de posesión, con la esperanza de quedar claramente del lado de Trump antes de que cumpla con sus amenazantes guerras comerciales.
Parte de eso puede atribuirse a que están compitiendo por obtener ventajas personales con un presidente altamente transaccional. Otra parte puede reflejar una aceptación genuina de que el país ha elegido a un líder defectuoso para modificar el statu quo. Pero esos sentimientos no pueden separarse por completo de la amenaza que representa Trump: su determinación de salirse con la suya sin importar los medios, incluido el abuso de las facultades de su cargo para vengarse de quienes, según él, lo han contradicho o apenas no lo apoyaron en momentos críticos.
Esa amenaza es real: Trump ha elegido para ocupar altos cargos en la Justicia y en los organismos de aplicación de la ley a personas que en el pasado han amenazado con tomar represalias contra algunos de quienes lo desafiaron. Y eso sin mencionar su capacidad informal para dirigir ejércitos de trolls que acosen a sus detractores. Sin dirigentes de la sociedad civil que sigan cumpliendo sus funciones —incluida la de oponerse a acciones ilegales e inmorales cuando sea necesario—, ese doblegamiento al miedo liberará aún más a Trump de los controles y contrapesos que tanto bien le han hecho a nuestra democracia.
Si los legisladores no recortan el gasto relacionado con el cambio climático, por ejemplo, Trump ya ha amenazado con desatar un conflicto constitucional no entregando el dinero. Y su compañero de fórmula, JD Vance, una vez sugirió que si los tribunales anulan ese tipo de medidas, el gobierno podría ignorarlos por completo. “El presidente de la Corte Suprema ha emitido su fallo”, dijo Vance en 2021, imaginando un enfrentamiento con la Corte Suprema y citando una frase que Andrew Jackson podría haber dicho o no. “Ahora que lo haga cumplir”.
Las grandes corporaciones que tienen empresas de medios, como las controlados por Disney, Comcast y Jeff Bezos, están tomando distancia de sus activos mediáticos en vez de defender el periodismo tradicional que exige explicaciones y que podría invitar a represalias trumpistas contra sus intereses financieros más amplios. Para las organizaciones de noticias más chicas y con menos espalda financiera, el gasto de defenderse contra las demandas judiciales de Trump y sus aliados puede ser suficiente para empujarlos a la autocensura.
Trump ha elegido a Pam Bondi como procuradora general; a Patel, para dirigir el FBI, y a otros candidatos para puestos que son críticos para el mantenimiento del Estado de derecho, pero que en mayor o menor grado han hablado de llevar a juicio a quienes se opongan a Trump.
“El Departamento de Justicia, los fiscales malos serán procesados”, dijo Bondi en Fox News en 2023. (En su audiencia de confirmación de esta semana, Bondi insistió en que “la política no jugará un papel” en las decisiones de los fiscales a su cargo). Patel tiene una lista de enemigos del llamado “Estado profundo” y prometió “perseguir” a los miembros de los medios de comunicación “que les mintieron a los ciudadanos norteamericanos”.
Las empresas también enfrentarán presiones. Como presidente, Trump volverá a ejercer una enorme influencia sobre las regulaciones, las fusiones, la política industrial, el otorgamiento de licencias, la aplicación de impuestos y exenciones, e infinidad de medidas que afectan los resultados empresariales. Los CEO estarán bajo presión para someterse al programa de gobierno en materia de política arancelaria, fiscal y de gasto, en vez de alzar la voz sobre decisiones fiscales potencialmente dañinas a corto o largo plazo. Ahora, es probable que los dirigentes empresarios, economistas y académicos, que en su momento eran tomados en cuenta por su experiencia y sus advertencias al Congreso y a los medios de comunicación sobre los déficits, las guerras comerciales, las sanciones y la injerencia del gobierno sobre la economía, canten loas a Trump.
Trump ha aplicado el mismo enfoque a su relación con el resto del mundo y ha ido más allá de sus declaraciones anteriores de que ya no cumpliría con varios tratados y compromisos internacionales, incluidos aquellos que claramente favorecían a Estados Unidos, si a cambio no obtenía ciertas concesiones. Ahora está actuando directamente como un matón, y no como un líder constructivo, amenazando a aliados como Canadá y México con fuertes aranceles si no detienen el flujo de drogas y migrantes y advirtiendo a las naciones en desarrollo que las excluiría del mercado norteamericanos si creaban una moneda que amenazara al dólar. También ha reclamado que Dinamarca y Panamá permitan que Groenlandia y el Canal de Panamá pasen a ser propiedad de Estados Unidos.
Esas acciones no hacen más que socavar nuestra reputación de aliados confiables, y llevan al resto de los países a preguntarse si no tendrían que resguardarse de una superpotencia impredecible, lo que casi con certeza socavaría nuestra economía, nuestra seguridad nacional y nuestra influencia cultural.
A las instituciones que enfrentan este tipo de presiones, las alentamos a encarar esta coyuntura sin olvidar tres cosas importantes.
La primera es simplemente demostrar convicción, identificando lo que es correcto hacer y luego mostrar el coraje de seguir ese camino, incluso frente a las presiones.
La segunda es no olvidar nunca que a pesar de la naturaleza transaccional de Trump, nadie puede estar seguro de contar con su favor si no demuestra una lealtad incondicional y permanente. (Y si no pregúntenles a los de su propio círculo íntimo que una y otra vez justificaron o hicieron la vista gorda ante sus inconductas y fueron eyectados por cuestionar apenas una vez alguno de sus excesos). Cualquier ventaja obtenida puede ser fugaz; cualquier riesgo que parece superado puede volver de un momento a otro.
La tercera es demostrar fe en el sistema norteamericano y sus instituciones, con su destacable engranaje de controles y contrapesos, con su sólido conjunto de derechos, con su promesa de igualdad ante la ley.
A veces eso implicará contrarrestar los peores impulsos del presidente. Los senadores republicanos, por ejemplo, probablemente confirmarán a la gran mayoría de los postulantes de Trump para el gabinete. Pero esa tradición de deferencia hacia una nueva gestión no debería impedirles usar su potestad constitucional de rechazar a los candidatos peligrosos, extremistas o no calificados para el cargo. Fue una señal prometedora que esos senadores ignoraran la amenaza de Trump de hacer nombramientos aprovechando el receso parlamentario y le hicieran saber que Matt Gaetz no podía ser confirmado como fiscal general, lo que condujo a al retiro de su candidatura. Y la misma postura deberían adoptar con Hegseth, Gabbard, Patel y Kennedy.
En algunas oportunidades, mostrar resiliencia implicará tener que ir a la Justicia y verse obligados a gastar dinero para resistir directivas impropias emanadas del gobierno. Es lo que tendrán que hacer los editores y los ejecutivos de noticias para seguir haciendo periodismo de investigación cuando Trump los lleve ante la Justicia por sus informes. (Las organizaciones de noticias pequeñas y sin fines de lucro tendrán problemas para solventar litigios contra el gobierno y las complejas demandas por difamación). Cuando Trump presente demandas infundadas por pura venganza, como lo hizo recientemente contra el diario The Des Moines Register por una encuesta que lo mostraba detrás de Kamala Harris en Iowa, los editores tendrán que apelar a todos sus recursos para enfrentar ese uso abusivo del sistema judicial.
Y es lo que tendrán que hacer los gobernadores si un funcionario nacional o una agencia federal exigen que el estado que gobiernan utilice a las fuerzas del orden locales para detener a los inmigrantes con el fin de deportarlos por medios ilegales o inconstitucionales, o para reducir el acceso al voto de maneras que violen los derechos electorales, civiles y otras leyes. Y si los fiscales estatales entienden que los funcionarios nacionales están violando la ley, no deberían dudar en denunciarlos penalmente.
Enfrentar a Trump en los tribunales federales resultó ser una táctica útil durante su primer mandato. Los tribunales federales bloquearon sistemáticamente algunas de las peores políticas de su primer gobierno: según un estudio, perdió casi el 80% de los casos donde se presentaron demandas civiles contra normativas de sus agencias federales. En 2020, por ejemplo, cuando ordenó poner fin al programa de lotería de visas de diversidad, fue demandado por abogados defensores de los derechos de los inmigrantes, y un juez federal confirmó la continuidad del programa, que siguió vigente tras la elección de Joe Biden.
Mientras la dirigencia del país se prepara para mantenerse firme bajo presión, también les vendría bien reflexionar un poco sobre la ira y la desconfianza en el sistema que hicieron posible el alumbramiento de la era Trump.
Los norteamericanos han perdido la paciencia con el statu quo y su fe en la capacidad de muchas instituciones —incluidas las de salud pública, las instituciones financieras y comerciales, el Partido Demócrata, la Justicia, las universidades de élite y, sí, también los medios de comunicación— para mejorar sus vidas y la de sus comunidades. Como cumplen un rol sin parangón en nuestra democracia, esas instituciones tampoco deberían caer en una postura de resistencia reflexiva, donde todo lo que Trump propone es implícitamente incorrecto o peligroso y toda táctica de oposición es implícitamente correcta y virtuosa.
Durante los cuatro años del primer mandato de Trump, el país vio que muchas de sus bravatas se desintegraban cuando valientes políticos, abogados o ciudadanos comunes simplemente decían “no”. Estados Unidos tiene que poder mirar más allá del miedo. No es momento de resignarse a las viejas tácticas de Trump ni de dejarse intimidar por sus amenazas y tiros por elevación.
Este país y los principios que representa son demasiado vitales como para sacrificarlos siguiéndole la corriente a cada berrinche y bravuconada de Trump. Estados Unidos seguirá siendo fuerte en tanto y en cuento su gente lo defienda. No hay razón para rendirse, ni para sacar pasaporte extranjero o mudarse a Canadá. Y quienes figuran en su llamada “lista de enemigos” no deberían estar de rodillas rogando un indulto preventivo. Esas actitudes no hacen más que legitimar los abusos de Trump, y hasta pueden terminar legitimándolos.
Traducción de Jaime Arrambide