El cine de Sean Baker no deja de sorprender. Desde su tímida aparición con Four Letter Words (2000), su austera ópera prima sobre las vivencias y el lenguaje de la juventud suburbana, no ha dejado de explorar los márgenes de la sociedad de los Estados Unidos, aquellos a menudo olvidados por el cine de Hollywood, o representados apenas como anécdota curiosa, como personaje del contexto, como telón de fondo de asuntos mayores. Nacido en Nueva Jersey y convertido en estudiante aplicado de la Tisch School of Arts de la Universidad de Nueva York, Baker se ha dedicado a lo largo de sus ocho largometrajes a un retrato ingenioso y conspicuo de los caídos del sistema: los extranjeros indocumentados, las trabajadoras sexuales, las estrellas del porno, las subculturas urbanas, y todo aquel que haya quedado arrinconado al costado del camino. Y su cine de bajos presupuestos y muchas ideas ha ofrecido siempre una mirada humana y lúdica, sin prejuicios morales ni discursos edificantes, concentrada en pequeños hallazgos, en momentos de humor inesperado, en instantes cotidianos que pueden ser atesorados. Un registro directo sobre aquello conocido y despreciado, descubierto por la cámara como si fuera visto por primera vez.

Tanto el mundo de las bailarinas exóticas y strippers, como el actor fetiche Karren Karagulian, ambos presentes en una de las primeras películas de Sean Baker, Starlet (2012), reaparecen ahora en su triunfal Anora (2024)

El gesto principal de la obra de Sean Baker consiste en la deconstrucción de las grandes aspiraciones que, justamente, hicieron a los Estados Unidos lo que es. Un territorio de inmigrantes, la tierra prometida para el self made man, un lugar de oportunidades para empezar de nuevo. Esa impronta alimentó el cine de los años de la consolidación de Hollywood y ese modo de vida impregnó su cultura, definió sus sujetos, modeló la mirada del mundo sobre aquel país de logros y conquistas. Pero también, para muchos, los sueños quedaron en el camino, hubo oportunidades que no se concretaron, paraísos malogrados por un revés del destino o una mala jugada de la suerte. Esos son los protagonistas del cine de Sean Baker, a menudo muy peyorativamente catalogados como los white trash (la basura blanca) de la llamada América profunda, los que habitan los moteles de la contracara de Disney en Florida, los que están solos, los que no pudieron triunfar, los que fracasaron en el intento.

El primero de sus protagonistas reconocibles fue un inmigrante chino en Take-Out (2004), una historia nutrida de los ecos del cine negro en la que Ming Ding (Charles Jang) tiene solo un día para juntar el dinero de una deuda de juego. La ciudad de Nueva York se convierte entonces en un extraño derrotero de mala fortuna, de sombras que surgen de una realidad signada por el caos y el absurdo. “Hice dos películas en Nueva York, Take-Out y Príncipe de Broadway (2008) – explicaba el director en una entrevista con la revista Film Comment hace unos años, a propósito del estreno de Proyecto Florida (2017), el primero de sus éxitos-, luego me fui a Los Ángeles para hacer Starlet (2012), y me quedé para Tangerine (2015). Para mí cada lugar es un personaje”. Y así lo demuestra en este regreso a Nueva York que propone en Anora, su última película, premiada con la Palma de Oro en Cannes y convertida en la gran apuesta para los premios de esta temporada. Una ciudad sin traje de fiesta.

Sean Baker en el rodaje de Tangerine (2015), filmada en las calles de Los Ángeles con un celular.

La historia de Anora (Mikey Madison), una especie de Cenicienta que conoce a su príncipe azul bailando en el caño y vive una aventura alocada que recuerda a la Julia Roberts de Mujer bonita, pero con un despertar más agridulce, tiene retazos de las obras anteriores de Baker. La Nueva York de sus comienzos, sin las postales turísticas, las trabajadoras sexuales que habían sido epicentro de Tangerine y que habían aparecido también en Starlet y Proyecto Florida, los hombres engreídos que aspiran a una gloria para la que no dan la talla como en Red Rocket (2021), la precariedad laboral, el humor inesperado, el registro cercano a esa vida real que no puede ser imitada. Pero Anora tiene también algo del cuento de hadas y la comedia romántica, una luz interior para su personaje que recuerda a la angelical Dree Hemingway de Starlet, aquella actriz porno con sueños rotos y amigos ingratos que encontraba en una anciana del valle de San Fernando esa ilusión de pertenencia que parecía perdida para siempre.

Personajes patéticos y entrañables

Podríamos afirmar que el cine de Sean Baker es un cine de personajes antes que de grandes acciones. Un cine ‘a la europea’, en palabras de François Truffaut, quien aseveraba que el cine de Estados Unidos siempre se había afirmado en la intriga, en la emergencia del conflicto, en la fortaleza de la estructura narrativa. El cine de Baker, en cambio, esquiva la trama convencional de tres actos en virtud de estructuras episódicas, que siguen el devenir de sus protagonistas, a menudo erráticos y extravagantes, queribles pero patéticos, rozando el ridículo y la mendacidad, esquivos para la cómoda identificación. Ahí están el estafador callejero de Príncipe de Broadway, escapando a sus responsabilidades paternales, las chicas trans de Tangerine, sorteando proxenetas y pendencieros en busca del amor perdido, el actor porno de Red Rocket, engreído e inmoral que aspira a pedirle a la vida lo que cree que le debe.

Proyecto Florida (2017) fue uno de los primeros triunfos de Sean Baker, más allá de la escena del cine independiente

A todos ellos Sean Baker los retrata con la cercanía justa que le exige su condición humana, sin idealizar su miseria ni sus malos actos, pero acompañando aquel arduo camino de espinas que les ha tocado en suerte. Algunos de ellos están tocados por la gracia. No solo la Jane de Starlet, sino también las nenas que se hacen amigas en Proyecto Florida (dando lugar a uno de los finales más conmovedores de su cine), la bailarina exótica de Anora, que le regala su nombre y su ángel a una película que equilibra con justicia el humor más desenfrenado y la tristeza contenida en lágrimas definitivas. A todas ellas, como al sacrificado Lonnie de Red Rocket, que entrega su libertad a una amistad que no la merece, Baker los convierte en habitantes predilectos de un extraño ecosistema capturado por su cámara. “Siempre hago castings callejeros -señala-, es importante para mí. Encontré a Valeria Cotto, quien interpreta a Jancey en Proyecto Florida, en un Target [tienda de ropa]. Me llamó la atención a la distancia por el pelo tan pelirrojo. Le di mi tarjeta a su madre y, si bien al principio se sorprendió, me buscó en Google, vio que era real y trajo a Valeria a la audición”.

Todos los actores no profesionales de Sean Baker resultan un hallazgo. Gente de la calle, hallada al azar, que se mezcla con algunos actores conocidos. Willem Dafoe en Proyecto Florida, Dree Hemingway en Starlet -quien además de cierta experiencia actoral tenía el historial de ser hija de Mariel y nieta del célebre Ernest-, también Simon Rex en Red Rocket. Y en Anora aparece Mikey Madison, cuya minúscula aparición en la última película de Tarantino como una de las chicas Manson llamó la atención de Baker y su presente la catapultó a estar entre las favoritas para la premiación de esta temporada. Pero junto a esa galería reducida de profesionales, Baker disemina otras presencias, en un registro a menudo natural, obtenido a partir de una rigurosa observación, de una espera paciente. Son ellos y ellas los que dan cuerpo real a las películas. Basedka Johnson como Sadie en Starlet, la increíble Brooklyn Prince como Moone en Proyecto Florida, Kiki Rodríguez en Tangerine. Al igual que las ciudades, desde Los Ángeles a Orlando, desde Nueva York a Texas City, todo lo visto por Baker adquiere relieve en sus imágenes, sean en 35mm o en el registro urgente de un iPhone. Adquieren una cercanía que nos permite vivir lo que sienten, lo que imaginan, lo que irremediablemente puede desaparecer.

Uno de los retratos más ácidos de la periferia de la vida norteamericana y los personajes de la llamada América profunda aparecen en Red Rocket (2021), con Simon Rex como un actor porno desempleado que regresa a su ciudad natal en Texas

De dónde venimos, hacia dónde vamos

Sean Baker es deudor de la gesta independiente de John Cassavetes, heredero de la singularidad de los personajes de Jim Jarmusch, de la impronta contracultural de Spike Lee, de ese humor imprevisto y doloroso que también asomaba en las criaturas de Federico Fellini y hasta del espíritu lúdico del ciclo Comedias y Proverbios de Eric Rohmer, que cruza romanticismo y climatología. Pero ha sido el cineasta británico Mike Leigh uno de los más influyentes en la obra de este artífice del cine indie contemporáneo, sobre todo por su cercanía con las clases trabajadoras, su alianza con los personajes de la periferia, su asomo a aquellas zonas de la vida cotidiana menos atendidas y, por último, el acto de recoger un lenguaje coloquial rústico y algo brutal. Las películas de Leigh, desde Naked (1993) hasta la premiada Secretos y mentiras (1996), han sido un ejercicio de aproximación a un universo a menudo ausente en el cine mainstream, que Baker ha querido recuperar. “Pensé en Mike Leigh todo el tiempo”, decía el director a propósito de la experiencia de Tangerine, su película radicalmente austera, filmada en las calles de Los Ángeles con un celular.

Allí, una mujer trans, recién salida de la cárcel por su condición de trabajadora sexual, busca durante Nochebuena al hombre que la ha engañado. Lo hace con pasión y enojo, y su accidentado recorrido nocturno se convierte en el periplo de la cámara de Baker por un concierto de voces y gritos, por unas calles trajinadas por la venta de sexo y la violencia callejera, pero también sitio de la amistad incondicional entre Sin-Dee (Rodríguez) y Alexandra (Mya Taylor). Una amistad más allá de todo obstáculo y contratiempo, leal en un mundo de conveniencias, que también puede rastrearse en el conflictivo vínculo de Jane y la anciana Sadie, quien no quiere resignar su soledad para volver a querer a alguien. O entre Moonee y Jancey en Proyecto Florida, cuando corren a ese castillo de princesas que asoma como un sueño posible en el parque de diversiones de Orlando.

Baker se consagró en el pasado Festival de Cannes al conquistar la Palma de Oro por Anora, estrenada el 16 de enero en nuestro país

Amistades impensadas, lealtad comunitaria, retrato de la economía invisible, de las oportunidades perdidas, registro de un habla procaz, destellos de un humor patético. Esas son las constantes del cine de Sean Baker, quien explora con calidez y vocación de cercanía la periferia del mundo mostrado, los retazos del cine de género, los personajes descartados, los humores incómodos. “¿Por qué contar siempre las mismas historias sobre la misma gente?”, se preguntaba el director allá por 2017 antes del primer estallido de su obra con Proyecto Florida. Hoy, varios años después, el éxito de Anora puede tener la respuesta, aquella que confirma que esas otras historias, las que a menudo no pueblan las portadas, también merecen ser contadas. La historia de una Cenicienta indómita, de un heredero cobarde y una historia de amor allí donde no la habíamos imaginado. Risas y lágrimas. Un cine para descubrir.