Nadie ayudó tanto a las generaciones más recientes como David Lynch a ver el mundo desde el arte a través de una perspectiva oblicua, oculta, secreta y profunda. Con su visión siempre original y fascinante, plasmada en una obra cinematográfica distinta a todas, junto a múltiples experiencias artísticas ligadas a la pintura, la fotografía, la animación y el sonido, llegó más lejos que nadie en la búsqueda de otra dimensión instalada detrás de la realidad, llena de complejas y deslumbrantes ensoñaciones.
“Con profundo pesar, nosotros, su familia, anunciamos el fallecimiento de David Lynch, la persona y el artista. Agradeceremos un poco de privacidad en este momento. Hay un gran vacío en el mundo ahora que ya no está con nosotros. Pero, como él decía, ‘mantén la vista en la dona y no en el agujero’. Es un hermoso día de sol dorado con cielos azules en todo el camino”, escribieron sus familiares en la cuenta oficial de Facebook desde la cual se conoció la noticia. Allí vemos una fotografía de Lynch en una pose casi poética, abrazado a una guitarra eléctrica, con el rostro inclinado en actitud meditativa y un cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda.
Hasta en el anuncio más triste de todos también es posible encontrar marcas registradas de la vida del artista, en este caso con las formas de una amable broma. Al personaje más popular de la escasa y atípica carrera de Lynch como actor, el agente Gordon Cole de Twin Peaks, le encantaba comer donas. Y la referencia al clima se asocia a una de sus creaciones más llamativas, y recientes, el David Lynch Weather Report, un informe meteorológico de un minuto por día hecho a cámara y publicado en YouTube que empezó en 2020, al que le agregaba extraños, divertidos y curiosos comentarios. El pronóstico del tiempo como una de las bellas artes.
Lynch estaba a punto de cumplir 79 años y padecía de una forma avanzada de enfisema, diagnóstico que reveló en agosto pasado después de pasar larguísimos años como adicto al cigarrillo. En ese momento reconoció que la enfermedad lo mantenía confinado, casi sin poder salir de su casa o moverse para evitar el riesgo de enfermarse (sobre todo de Covid-19). Pero mantuvo su humor y confesó, feliz, que jamás se retiraría.
Nadie exageraría al definir a Lynch como un artista único en el sentido más literal de la expresión. Y nadie podría parecerse a él o imitar su estilo. Continuará siendo, como ocurrió en las últimas décadas sin descanso, uno de los creadores audiovisuales más influyentes de su tiempo. Lucrecia Martel es solo una de las muchísimas personalidades del arte que puede atestiguarlo. El interés por conocer y analizar su obra es moneda corriente en todo el mundo y responde sobre todo a la imposibilidad de encuadrarla con precisión dentro de alguna corriente o movimiento determinado.
Para abordarla no queda otra que recurrir al término “lyncheano”, propio de esos artistas que no se parecen (ni se parecerán) a ningún otro cuando el apellido se transforma en un adjetivo calificativo. En la obra de Lynch, sobre todo en sus películas, siempre vemos una superficie calma, bucólica y tranquila. Lo mejor está adentro o por debajo, en distintas capas y dimensiones surrealistas ajenas a cualquier tiempo o lugar.
Allí, en medio de sueños o pesadillas indescifrables, casi abstractas y fuera de toda lógica, reina lo monstruoso, el misterio, la inquietud, la oscuridad, el castigo (muchas veces autoinfligido) y el dolor. Después, el viaje de regreso a la realidad por lo general encuentra para el cierre algo parecido a un final feliz, pero sus protagonistas no podrán despojarse nunca de toda la experiencia de haber atravesado un extraño y poderoso desasosiego.
“Aprendí que justo debajo de la superficie hay otro mundo y que, cuanto más se cava, aparecen más y más mundos distintos. Lo sabía de chico, pero no había podido encontrar las pruebas. Era solo una sensación. Hay algo bueno en el cielo azul y en las flores, pero otra fuerza -un dolor salvaje, un deterioro- también lo acompaña”, dice en una de las once entrevistas compiladas en el libro Lynch por Lynch (publicado en la Argentina por El Cuenco de Plata), en este caso a partir de algunos de sus recuerdos de infancia.
De esos primeros años vividos en el noroeste de Estados Unidos (Idaho y Washington, no muy lejos de los escenarios de Twin Peaks, la serie que muchos definen como la cumbre definitiva de su estilo), también surgió la inspiración para sus pinturas. “A veces las proporciones son extrañas en los cuadros, por lo que el insecto es más grande y la casa más pequeña. Es tormentoso. No solo yo lo noto”, señala en otro tramo del libro de entrevistas. A muchos la obra de Lynch le sonará elusiva, críptica, distante, pero quien se asoma a ella no tardará en sentir una experiencia coincidente. Es en esas instancias donde surge en plenitud el poder y la atracción del arte en la conducta humana. Por eso la influencia de Lynch es tan amplia, potente y duradera.
Lynch nació el 20 de enero de 1946 en Missoula (Montana), hijo de un científico que trabajaba como investigador del Departamento de Agricultura, lo que forzó diferentes mudanzas familiares a lo largo del territorio estadounidense. Su innata formación cultural y artística adquiere ribetes extraordinarios si consideramos que fue poco menos que obligado a la fuerza a completar el secundario en Virginia. Pasó por varios oficios en distintas ciudades (Washington DC, Boston) hasta que finalmente se estableció en Filadelfia y se inscribió en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania con la intención de estudiar pintura.
Se instaló allí por un buen tiempo en un barrio habitado por marginales y personas fuera de la ley, una atmósfera que luego dejaría huella en sus búsquedas artísticas. Tuvo un primer contacto con el dueño de una galería de arte que le permitió poner en marcha su carrera con una suerte de “pintura en movimiento”, un corto animado de cuatro minutos que tituló El alfabeto e instaló en la sala de estar de aquel mecenas inicial.
A partir de ese trabajo ganó una beca de 5000 dólares, aplicados a otro corto de las mismas características, pero más ambicioso (mezcla de animación y acción en vivo), sobre un chico abusado por sus padres que encontraba protección en una abuela nacida de una semilla. Más de una vez explicó que este tipo de oscuras y retorcidas ficciones, que se convertirían en su sello, no tenían nada que ver con la realidad que vivió mientras crecía. “Mis padres fueron cariñosos y buenos. Ellos a su vez tuvieron buenos padres y todos los amaban. Fueron simplemente dos personas justas”, dijo una vez.
El alfabeto obtuvo muchos reconocimientos y le abrió a Lynch las puertas del cine. Se mudó a Los Angeles a comienzos de los años 70 para sumarse a una camada brillante (la integraron Paul Schrader y Terrence Malick, entre otros) en la escuela de estudios avanzados del American Film Institute. Allí puso en marcha su primer y decisivo largometraje, Eraserhead (estrenada aquí como Cabeza borradora), desarrollado durante varios años y filmado en blanco y negro en torno de la pesadillesca vida de un hombre que vio nacer a su bebé con horribles malformaciones y sufre a partir de ese momento toda clase de alteraciones en su conciencia y su conducta.
La película provocó atracción y repulsión en dosis parecidas al estrenarse en 1977. Lynch solía aparecer en vivo para advertir al público que “no preguntaran por el bebé”. El espectador más inesperado de la película fue Mel Brooks. Luego de verla no dudó y le ofreció a Lynch producir su siguiente film, la adaptación de la exitosa obra teatral El hombre elefante, donde volvía al tema previo de la monstruosidad humana ahora en un contexto mucho más conocido y con estrellas como Anthony Hopkins (con quien nunca se llevó bien durante el rodaje) y John Hurt.
Con esta película, el mundo descubrió definitivamente a David Lynch. También la Academia de Hollywood, que la nominó a ocho Oscar, sin ganar ninguno. Luego recibiría otras dos nominaciones como director (por Terciopelo azul y El camino de los sueños) y un Oscar honorario. Con el mundo a sus pies, Lynch rechazó la propuesta de George Lucas para dirigir El regreso del Jedi y prefirió arriesgarse a lo imposible en ese mismo mundo de la ciencia ficción poniéndose al frente de la primera adaptación de Duna (1984), que resultó en su momento un estrepitoso fracaso de crítica y de público. Cuatro décadas después logró en parte ser reivindicada (sobre todo por las secuencias oníricas, incomprendidas en su tiempo) a partir del estreno de la remake de Denis Villeneuve.
Pese al fracaso, el poderoso productor Dino de Laurentiis mantuvo su confianza en Lynch y sostuvo su siguiente proyecto, sin dudas el que mejor definiría con el tiempo la manera que tenía el director de ver el mundo. Así llegó Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986), un atrapante y tortuoso collage de violencia, intriga, erotismo, perversiones, pulsiones homicidas y una famosa oreja cortada que sedujo al público, deslumbró a los críticos y dejó algunas actuaciones memorables, como el enajenado villano que personificó Dennis Hopper. Su protagonista femenina, la bellísima Isabella Rossellini, más tarde se convertiría por varios años en pareja del director. A lo largo de su vida Lynch casó cuatro veces y tuvo igual número de hijos. Todos lo sobreviven, entre ellos la directora Jennifer Lynch.
La aterradora, sinuosa y maquiavélica versión del sueño americano llena de miedos y depravación sexual explorada por Lynch en Terciopelo azul siguió con otro éxito que le permitió ganar nada menos que la Palma de Oro en Cannes. Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990) es una frenética aventura protagonizada por un memorable Nicolas Cage (un ex convicto obsesionado con Elvis Presley) y Laura Dern (su novia) escapando de los asesinos de la madre de la chica.
Antes de Carretera perdida (Lost Highway, 1997), que seguiría esa línea de misteriosos y surrealistas relatos de suspenso, Lynch concibió una de sus más memorables creaciones. La serie Twin Peaks, su primer y definitivo proyecto para la TV, fue una verdadera revolución para ese medio. Nada sería igual a partir de ese momento en el universo de las series consagradas a contar tramas policiales con asesinatos, conspiraciones y todo tipo de personajes con conductas alteradas.
El surrealismo de Lynch aparecía de las formas más inesperadas en medio de la intriga, el misterio y el horror de una muerte sin esclarecer en medio de un bucólico paraje escondido en medio de los bosques del noroeste estadounidense. ¿Quién mató a Laura Palmer?, era la pregunta que todos se hacían y nadie se animaba a responder. Tampoco los espectadores, cada vez más atrapados por las infinitas vueltas del relato. Lynch, que se permitió allí interpretar con extraordinaria gracia a un agente del FBI casi sordo, abría todas las líneas posibles de posible esclarecimiento mezclando sueños y realidades probables. Nunca hasta allí una serie encontró tanta gente dispuesta a especular y discutir por años sobre la identidad del asesino.
A aquella reveladora y deslumbrante primera temporada de 1992 (junto a un largometraje en clave de precuela: El fuego camina conmigo) le siguió muy rápido una segunda, que alimentó un increíble fervor entre legiones de fans dispuestos a hacer suyas todas las preguntas, conjeturas y experimentos con las distintas capas de la realidad que Lynch ya había transformado en una tarea casi cotidiana. La llegada de la tercera temporada, en 2017, fue una verdadera fiesta para los devotos del culto lynchiano y, por supuesto, una nueva oportunidad para que el gurú de toda esta liturgia elevara la profundidad de los enigmas y las exploraciones surrealistas.
Los últimos largometrajes propiamente dichos de Lynch quedaron muy lejos si los ubicamos en la secuencia temporal de toda su carrera. La maravillosa El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001), con una extraordinaria Naomi Watts, llevó todo ese gran juego entre onírico y real nada menos que a Hollywood, el lugar en el que todo sueño (sobre todo para quien hace cine) parece posible. Y en Imperio (Inland Empire, 2006) propone lo mismo a lo largo de casi tres horas, pero esta vez de un modo experimental. Seguramente poco apto para los no iniciados pero deslumbrante en todo sentido.
La gran anomalía del cine de Lynch fue Una historia sencilla (1999), relato transparente y de abrumadora belleza, basado en hechos reales, sobre el viaje de un anciano y modesto granjero, manejando una cortadora de césped a través de los campos de la Norteamérica profunda, al encuentro de su hermano, a quien no veía desde hace décadas. Aunque parezca increíble, ninguna de las películas mencionadas está disponible en las plataformas de streaming activas en la Argentina. Ni siquiera Twin Peaks, cuya temporada final en su momento fue estrenada por Netflix.
La única y modesta excepción está justamente en Netflix, el cortometraje What Did Jack Do (2017), toda una marca de estilo del realizador, que personifica allí a un detective de homicidios encargado de interrogar a un chimpancé. Deberíamos preguntarnos alguna vez por qué la obra completa de autores como Lynch está tan lejos del alcance del público para ser vista, revisada o disfrutada en cualquier momento.
Cuando empezó de a poco a tomar distancia de los proyectos cinematográficos más extensos, empezamos a cruzarnos con Lynch en múltiples ocasiones y por caminos muchas veces inesperados. Llevó sus pinturas a toda clase de exposiciones y muestras alrededor del mundo, escribió y grabó música como solista o en colaboración con otros intérpretes como el gran Angelo Badalamenti, autor de la banda sonora de sus mejores obras. También dibujó una tira cómica semanal durante ocho años en un semanario contracultural de Los Angeles, se encargó del diseño de un par de clubes nocturnos y hasta se animó a transformarse en emprendedor, abriendo un negocio de elaboración de café.
Más duradero fue el compromiso de Lynch con la meditación trascendental, práctica que inició en 1973 a partir de sus primeros contactos con el budismo y mantuvo hasta el final convocando a amigos, colegas y gente famosa (Paul McCartney, Ringo Starr, Donovan) a participar de esas actividades y sumarse a conciertos benéficos.
No fue lo único. La incansable imaginación de Lynch abría todo el tiempo nuevas puertas de acercamiento al contacto entre la realidad mundana y las infinitas capas de ensoñación listas para ser descubiertas alrededor de ella. En noviembre de 2017 su inconfundible estampa del realizador (blanca cabellera peinada hacia atrás y coronada con un jopo, camisa blanca abotonada hasta el cuello sin corbata, saco negro) apareció por streaming desde algún lugar de Francia ante 300 personas en la pantalla del Niceto Club, en Palermo. Allí encabezó personalmente un encuentro sobre meditación trascendental alentado por la Fundación David Lynch para América latina y contestó algunas preguntas formuladas por Kevin Johansen.
Para sorpresa de quienes nunca lo trataron, el artista capaz de darle forma a los sueños más deformes y espantosos que pueden surgir de nuestra imaginación siempre se caracterizó en el trato cotidiano como una persona amable, sencilla, divertida, llena de humor y curiosidad. Nada lo identificaba mejor en términos de conducta y personalidad como el gesto pícaro y socarrón con el que presentaba sus ocurrentes pronósticos meteorológicos. Allí estaba el verdadero David Lynch, mucho más a la vista que en sus elaboradas y complejas películas o pinturas.
Así siguió hasta el final. Reapareció en abril de 2024 en el Salón Internacional del Mueble de Milán como responsable de una experiencia inmersiva que denominó The Thinking Room, con salas circulares ambientadas con las características cortinas de terciopelo rojo de Twin Peaks y El camino de los sueños. Allí, el dispositivo escénico diseñado por Lynch transforma en un momento todo ese rojo en oscuridad absoluta.
“Admiro a las personas que tienen una idea y que luego la pintan. Eso jamás me podría pasar. No sé por qué. Apenas empiezo se convierte inmediatamente en algo distinto”, dice en otro tramo del libro Lynch por Lynch. Allí está seguramente el origen de ese talento inusual que distingue a Lynch de cualquier otro creador: el descubrimiento de lo inesperado. Siempre decía que el verdadero arte es el que plantea preguntas en vez de dar respuestas.
Pero detrás de todos los experimentos, las búsquedas inusuales, los caminos de vanguardia y las elecciones artísticas muchas veces incomprendidas (y quizás también incomprensibles) de un creador fuera de lo común, el genio de David Lynch también se expresa desde otro anclaje. Lo capturó, cuándo no, Steven Spielberg, un artista absolutamente hecho de cine, que lo eligió para ocupar el centro de la escena en uno de los más espléndidos momentos de su película autobiográfica. Lynch personifica a John Ford en el tramo final de Los Fabelman (disponible en Prime Video).
Detrás de todo y después de todo, como siempre, Spielberg imprime en la pantalla la verdad. David Lynch también fue, es y será un clásico.