En los papeles, esta señora de fina estampa se llama Rosa Bengolea Ocampo de Zemborain. Pero, en verdad, es conocida como Rosa Zemborain. O, para algunos, Rosita Zemborain. Junto con su amiga Tita Tamames se convirtieron en figuras claves de la actividad tanto escénica como cinematográfica de los años 70 y 80. Fueron ellas, por ejemplo, las que produjeron la película La tregua como la obra de teatro que implicó la vuelta de su exilio a Norma Aleandro. O las que estuvieron a cargo del Teatro Blanca Podestá durante varios años, estrenando títulos fundamentales para el momento, o las que hicieron el arte de la película Crónica de una señora, que protagonizó Graciela Borges. Este domingo 11, la sobrina de Victoria y Silvina Ocampo y la prima de la cineasta María Luisa Bemberg, así como también la vestuarista de obras de Alfredo Alcón y Alberto Ure, cumple 100 años.
“Qué fácil, qué adorable y qué entrañable es hablar de Rosita Zemborain -confiesa Graciela Borges en conversación con LA NACIÓN-. Ella era y es alguien, simplemente, genial. Hemos trabajando juntas tantas veces…. Estoy tan acostumbrada a pedirle que se saque los anteojos para ver esos ojos de color azul, reflexivos e inteligentes, que ayudaron tantos. La conocí en la época que María Luisa Bemberg trajo al círculo de conocidas a su amiga Rosita y a Tita Tamames. Nos hemos querido a través de la vida. En ella, delicadamente, el simple hecho de correr una jarra de una mesa ya era un hecho estético. Siempre sabía hacer todo, sabía lo que era el arte, lo que era un decorado. Como pasó con la película La revolución, de Raúl de la Torre, en la que Rosita y Tita metieron tanto arte. No había nada que no tuviera luz, que no tuviera su propia cadencia. ¡Nos reíamos tanto cuando íbamos al campo! Tenía el encanto de que, si te veía un poco triste, desolada por lo que fuera, y hablo en pasado porque estoy recordando momentos vividos, ella siempre estaba ahí. Daba su corazón que, aunque la palabra suena como algo cursi, es el único sitio en donde somos nosotros mismos. Tengo tantos recuerdos de Rosita, pero tantos, que llenaría páginas enteras de anécdotas”.
La historia de esta elegante señora que no pasaba inadvertida está atravesada por apellidos ilustres. La madre de Rosa Zemborain fue una de las seis hermanas Ocampo, de las cuales hay dos famosas: Victoria, la primera; y Silvina, la última. La mayor, en verdad tenía cuatro nombres, Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo. La menor, solo dos: Silvina Inocencia. Entre ellas había una diferencia de edad de 15 años. En lejanos veranos al actual, la única sobrina viva de ellas pasaba esos meses vacacionales en la casa de la “Tía Vic”, como la llamó en una nota en la revista ¡HOLA! de 2018, en la que recordaba su estancia entre los grandes salones con interiores de una boiserie de caoba, miles de libros y obras de Troubetzkoy, Helleu, Picasso, Léger y Figari. Por esos grandes salones, galerías y jardines pasaron sus tardes y sus noches personalidades como Albert Camus, Gabriela Mistral y Graham Greene; como tantos otros escritores, pintores, músicos y filósofos locales. Y, claro, una tal Rosita.
En las terrazas y los balcones que la tía fundadora de la revista Sur decoraba con jazmines y enredaderas de Santa Rita, la niña Rosa Zemborain transcurría los veranos junto a otros pequeños de la familia. Le era común ver pasar a su tía vestida con “su pantalón ancho de seda gruesa color salmón, una blusa sin mangas, alpargatas, un pañuelo en la cabeza y anteojos de sol”. Al parecer, la gran dama, tan afín a los movimientos artísticos y pensamientos más renovadores, no tenía tanta afinidad con los menores. Los miraba, los saludaba y seguía a grandes pasos a lo suyo sea una lectura, escribir alguna carta o una conversación pendiente con Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea o Manuel Mujica Láinez. De todos modos, Victoria Ocampo le enseñó a recitar versos en francés o cómo observar las flores, los pájaros y el río. Eso sí, la “Tía Vic” no quería ruidos molestos y la consigna se respetaba.
Cuando llegaban visitas, a Rosa Zemborain le encantaba espiar a los grandes mientras almorzaban. “Me quedaba un largo rato viendo cómo charlaba tía Victoria con sus invitados en ese comedor con una mesa enorme y veinticuatro sillas. A la hora del té llegaban autos de Buenos Aires con sus amigos…, recuerdo todavía el aroma del bizcochuelo horneándose, de las magdalenas recién hechas y del chocolate caliente con espuma que nos servían”, evocaba hace un tiempo la señora que hoy cumple 100 años que, como sus tías famosas y pioneras, también siempre usó anteojos de fuerte personalidad.
La señora de apellido notable en dupla con una duquesa
Pasaron los años y hubo otro escenario perfecto de esa Buenos Aires de un esplendor lejano. A varios kilómetros de Villa Ocampo, en pleno Recoleta, estaba la majestuosa residencia de la familia Álzaga, que había sido construida en 1918. Fue la última morada de Tita Tamames, o “la duquesa”, como se la llamaba. Había nacido en París en 1921, en el seno de una familia tradicional argentina. A Tamames le fascinaba recibir en la esplendorosa casona a sus amigos. A veces eran tantos que para el almuerzo se tenían que poner mesas en el hall de entrada. Por allí circulaban personalidades como Sergio Renán, Norma Aleandro, Graciela Borges, China Zorrilla y siguen los nombres de figuras claves de la cultura argentina. De esa reuniones también participaba la cineasta María Luisa Bemberg junto a su prima: Rosa Zemborain, la señora centenaria. Así fue como la sobrina de las Ocampo famosas pasó de las Santa Rita de su tía Victoria al jardín de calas blancas que tanto amaba Tita Tamames, quien se convirtió en su íntima amiga y socia. Entre bizcochuelos, licores y el aroma de las flores ambas germinaron proyectos que definieron el pulso artístico de Buenos Aires.
La señora de fina estampa nacida en Francia y la otra dama que pispeaba a su tía en el palacio de San Isidro formaron la productora Tamames-Zemborain, que funcionó durante dos décadas. Muchas de las grandes gemas de estos tiempos se las debemos a esa sociedad a cargo de dos mujeres nacidas y criadas en familias de la alta sociedad, que pusieron sus contactos y sus conocimientos al servicio de artistas. Muchos de ellos, todavía no ocupaban el lugar de gente consagrada en lo suyo. De hecho, Tamames-Zemborain fueron las productoras de La tregua, la primera película argentina nominada a un Premio Oscar que fue la ópera prima de Sergio Renán. Se estrenó en 1974. El libro de Mario Benedetti de estos seres tan cotidianos como profundos fue interpretado por Héctor Alterio y Ana María Picchio, junto a Luis Brandoni, Marilina Ross, Carlos Carella, Luis Politti, Antonio Gasalla, Cipe Lincovsky, Oscar Martínez y Norma Aleandro, entre otros.
“Cuando Tita y Rosa aparecían en reuniones o eventos llegaban con un aura propia. Verlas entrar una al lado de la otra era, simplemente, como una imagen de friso egipcio. Rosa siempre usaba personales anteojos. En verdad, las Ocampo los usaban por problemas en la vista. Claro, que esos anteojos se convirtieron en un sello de la familia que terminó poniéndose de moda. Las dos amigas eran parecidas, pero no por una cuestión de la clase social a la que pertenecían; esas mujeres se lanzaron a hacer cosas que su círculo social no hacía”, destaca en conversación con LA NACIÓN el periodista y escritor Hugo Beccacece, un conocedor del mundo de Silvina y Victoria Ocampo.
Cuenta la historia que, cuando la dupla de grandes damas se enteraron de que Renán quería dirigir cine, se reunieron con él. El joven hombre de teatro les contó la historia de La tregua y ellas decidieron producirla, aunque él no tuviera experiencia alguna esas cuestiones. Así fue. La estrenaron en 1974. “La aventura fue posible gracias al arrojo y pasión de dos mujeres que no pertenecían al mundo de la producción cinematográfica, pero que estaban vinculadas con la cultura por propia decisión y por tradición familiar: Tita Tamames y Rosita Zemborain. Hasta ese momento habían colaborado en dirección de arte y vestuario de algunos films precedentes (Crónica de una señora, Heroína, La revolución, Vení conmigo) y arriesgaron el capital para que el rodaje se realizara con la austeridad que la historia narrada admitía, prescindentes del inesperado suceso de su empeño”, contó en una columna de LA NACIÓN el gestor cultural José Miguel Onaindia.
Cuando la “Tía Vic”, como llamaba Rosa Zemborain a Victoria Ocampo, se enteró de La tregua, le gustó ver a su sobrina en medio de un proyecto de este tipo. “Como feminista que era, le gustó que hiciera algo personal y diferente a lo que hacían las mujeres de mi círculo. Todavía guardo la larguísima carta que me escribió después de haber visto la película, en la que comentaba cada actuación y todos los detalles. Quiso conocer al elenco y me pidió que los invitara a Villa Ocampo. La visita duró hasta las 10 de la noche. Todos quedaron maravillados con la casa y encantados de haber conocido personalmente a la célebre Victoria Ocampo, de la que seguramente tenían una opinión diferente”, recordó hace unos años su sobrina, hija de unas de las seis hermanas Ocampo, de las cuales dos se convirtieron en figuras claves de la cultura local.
Todo fue tan de película lo que sucedió con ese film clave en la historia del cine argentino que Renán y Zemborain terminaron ubicados en la misma fila de la ceremonia del Oscar en la que estaba ubicado Jack Nicholson. Vieron un homenaje a Fred Astaire en el escenario, la entrega del premio honorario a Jean Renoir y al mismo Frank Sinatra anunciar a los presentadores de la categoría en la que estaba ternada La tregua. “Cuando nombran a los nominados yo tenía la mano de la que era mi mujer y la de Rosita Zemborain –recordó el desaparecido Renán, al cumplirse 40 años de aquello– y me di cuenta de que las mías transpiraban. Eso me indicó que un cachito mío debía pensar que, a lo mejor, se daba el milagro…”. La historia cuenta que ganó Amarcord, del genial Federico Fellini, como era lo que se imaginaban todos. Lejos de todo glamour y de los aires de Hollywood, ese mismo año la Triple A amenazó de muerte a Benedetti, a Renán y a varios integrantes del elenco. Para muchos de ellos, fue el comienzo del exilio.
Apenas finalizó la dictadura, Tita Tamames y Rosita Zemborain produjeron y estrenaron en el Blanca Podestá La señorita de Tacna, el texto de Mario Vargas Llosa que dirigió Emilio Alfaro. Esa obra implicó el fin del exilio para Norma Aleandro. La noche del 23 de mayo de 1981 quedó grabada en la memoria de la gran actriz. En un una charla con LA NACIÓN, Aleandro recordó el contexto de aquella puesta. “Mi marido no quería que volviera, pero finalmente se dio cuenta de que moriría de tristeza fuera del país. Al principio hubo algunas marchas atrás con el teatro porque yo había tenido una bomba y los empresarios tenían miedo de que pudiera suceder lo mismo. Finalmente, Tita Tamames y Rosita Zemborain la pusieron en el Blanca Podestá. Así fue que debutamos con las tres líneas telefónicas cortadas porque todo el día llamaban para decir que iban a poner bombas. La noche del estreno les pedí a mis compañeros que no se acercaran demasiado a mí en el saludo final por si me pegaban un tiro…”, recordó en un viejo reportaje Norma Aleandro.
Como vestuarista, Rosa Zemborain trabajó con Alberto Ure en Los invertidos, que fue un verdadero éxito; y en Noche de reyes, un una versión de un texto de Shakespeare que desató infinidad de polémicas, pero que no pasó inadvertido. Alfredo Alcón la llamó para que se encargara también del vestuario de su versión de Los días felices, que encaró Juana Hidalgo. Los tres espectáculos fueron producciones del Teatro San Martín, institución de la cual estuvo muchos años involucrada desde la Fundación de Amigos.
Este domingo 12 de enero, los 100 años de vida Rosa, o Rosita, Zemborain se festejarán en su departamento de Recoleta, junto con su familia y un reducido grupo de amigos. Seguramente, en esa íntima reunión circularán anécdotas de esta mujer, fina y grandes anteojos que, para orgullo de su tía Victoria Ocampo, rompió el molde de otras mujeres de su círculo social y dejó su marca en el medio artístico local sea como creadora o gestora.