La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés, del novelista irlandés John Banville (Wexford, 1945), es el tipo de relato autorreferencial que ayuda a distinguir entre las autobiografías, las confesiones y las memorias. Como autobiografía, este libro no satisfará a quienes esperen conocer los pormenores de Banville como hombre ni escritor. De hecho, tratándose de una infancia, una juventud y una adultez sin grandes sobresaltos, incluso los detalles a propósito del trato que le dispensaba su familia son una incógnita. Al contar la repentina muerte de una tía enferma con la que vivía cuando él ya era mayor, por ejemplo, Banville subraya que fue una de sus propias hermanas, y no él, quien se ocupó de las pertenencias de la difunta, puesto que se lo consideraba “el bebé de la familia, el elegido, y debían protegerme de las imposiciones más atroces de la vida”. Por qué gozaba de tales privilegios, sin embargo, no es algo que La alquimia del tiempo explique. Y, por supuesto, a partir de esta ausencia de un mundo íntimo, las confesiones personales también están ausentes.

De lo que se trata, en cambio, es de un recorte afectivo, histórico e intelectual de los espacios. En especial, los espacios urbanos que Banville eligió apropiarse desde joven tanto por el peso de su historia personal como literaria. “Dublín nunca fue mi Dublín, lo cual lo hacía aún más tentador”, declara. El asunto central, entonces, es la operación sentimental y mental, la alquimia involuntaria, que transforma la mera sucesión del tiempo en recuerdos cargados de sentido en un espacio. “¿Qué transmutación debe sufrir el presente para transformarse en el pasado? La alquimia del tiempo obra en un abismo brillante”, escribe Banville antes de lanzarse a recorrer su Dublín.

Salpicado con algunos lábiles recuerdos que funcionan como excusa para explorar la arquitectura, el progreso y los personajes notables de la ciudad en los últimos cincuenta años, La alquimia del tiempo propone una suerte de historia anímica de un espacio, enmarcado por momentos significativos para el autor. “Para bien o para mal, como escritor me interesa y siempre me ha interesado no lo que hace la gente, sino lo que es”, escribe Banville. Respecto a esto, a lo largo del trayecto adquieren densidad entre la prosa amable y didáctica de Banville dos puntos clave: el Dublín ya eternizado por James Joyce (y su álter ego, Stephen Dedalus) y el Dublín siempre asentado sobre un mapa de pubs en constante expansión social.

John Banville

Ahora bien, al recordar en La alquimia del tiempo la desgraciada Columna de Nelson en el centro de O’Connell Street, uno de los puntos sensibles de su propio Dublín (y también del Dublín de Joyce, que incluyó a la misma Columna de Nelson en su Ulises mucho antes de que el Ejército Republicano Irlandés la destruyera en 1966), Banville recurre a Jorge Luis Borges para meditar acerca de lo siguiente: “De vez en cuando la superficie de la realidad revela aquí y allá una pequeña grieta a través de la cual vislumbramos, por un instante, la posibilidad de un orden de cosas del todo distinto”. ¿Y no es esta la premisa para un diálogo improbable pero verídico entre un nazi y un judío como el que ocurre en Conversación en las montañas, otro breve pero brillante libro de Banville?

El salto desde Dublín y Joyce hasta Martin Heidegger y Paul Celan, reunidos en la célebre cabaña de Todtnauberg, en la Selva Negra, parece abrupto. Pero por su tematización del espacio, su agudo recorte del tiempo y, sobre todo, su inteligente juego alquímico entre la ficción y la realidad, no es errado señalar que Conversación en las montañas, escrito en 2006 y traducido por primera vez al español en 2024, está hecho de la misma sustancia literaria que La alquimia del tiempo. Al igual que los rincones dublineses cuyo sentido último corresponde nada más que a la memoria del propio Banville, el diálogo entre el gran filósofo adscrito al movimiento nazi y el laureado poeta judío alemán, tal como ocurrió en la vida real en 1967, permanece secreto. Sin embargo, Banville recolecta las pistas y une las huellas para darle forma literaria a lo que pudieron haberse dicho Heidegger y Celan. En consecuencia, el asunto vuelve a ser el mismo: ¿cómo son capturados por el lenguaje de los hombres los espacios, los tiempos y las circunstancias que huyen del lenguaje?

“Hay tantas cosas de las que no podemos hablar que es imposible saber por dónde no comenzar”, dice Celan. “Como siempre, es usted un maestro de la negación obligada. Pero dígame, ¿cuáles son esas cosas de las que no podemos hablar?”, responde Heidegger. ¿Qué esperaba Celan, cuyos padres murieron en los campos de concentración del Tercer Reich, que dijera Heidegger sobre su apoyo a Hitler? “¡Culpa! ¡Culpa! No me hable de culpa. La culpa es la masturbación de una democracia liberal y degenerada”, se exalta el filósofo. Acalladas las expectativas de Celan, será Hannah Arendt la que intente pulir el sentido de aquello que solo los auténticos protagonistas pudieron conocer: “El mundo se vuelve inhumano sin que obre continuamente en él lo humano. Esto es lo que nunca entendiste, Martin. Y esa es tu tragedia”.

Como los restos mudos de la estatua del general Horacio Nelson que Banville visita en La alquimia del tiempo, lo único que resta del verdadero diálogo secreto entre Heidegger y Celan es el poema “Todtnauberg”. Y es entre las grietas de su tono críptico y sus enigmas que Conversación en las montañas extrae ese borgeano “orden de cosas del todo distinto” en el que los implicados pudieron haberse entendido.

La alquimia del tiempo

Por John Banville

Alfaguara

Trad.: M. Temprano García

189 páginas/ $ 24.999

Conversación en las montañas

Por John Banville

Luz Fernández Ediciones

Trad.: P. Gianera

84 páginas/ $ 18.000