A los 36 años, Damián Mahler tiene una carrera consolidada, propia de alguien con mucho más recorrido en el oficio. Hijo de Ángel Mahler, el compositor que junto a Pepe Cibrián marcó el rumbo de los musicales en la Argentina en la década de los 90, no encaja en la imagen convencional de un director de orquesta. Lejos de la figura solemne, estricta, que suele asociarse con este rol, su presencia se aleja de lo formal; se acerca más a la de un personaje de comedia independiente.

Su flequillo rozando las cejas es más que una simple característica física; es el combustible de una vulnerabilidad que, en lugar de restarle fuerza, lo humaniza y lo conecta de manera instantánea con quienes lo rodean. Mahler es un director que construye puentes emocionales antes que impresionar con gestos grandilocuentes. Damián va por la suya.

Damián Mahler en un ensayo de The Beatles Symphonic Fantasy

Cuando habla del ya clásico espectáculo Back to the Orchestra deja claro por qué se define como un “nerd” cinéfilo. Ese proyecto no es solo una representación de su amor por el cine, sino una extensión de su pasión por revivir la magia de aquellos mundos que marcaron su imaginación. En escena se plantan setenta músicos sinfónicos recorriendo las bandas sonoras de Volver al Futuro, Star Wars, E. T. y Batman –entre otros clásicos de los 70, 80 y 90–, como un conductor que ajusta el reproductor de música en su auto haciendo que el ritmo cambie con cada giro en la ruta. No es un viaje nostálgico, sino una verdadera máquina del tiempo.

Hablar del proyecto lo transporta directamente a la era del VHS –¡no fue hace tanto que se acabó!–, a los videoclubes (un OVNI para los millennials, también para la Generación X, la Z… ¡bah, para todas!) y a las cintas de casete; un universo montado en la experiencia colectiva. “Alquilar películas en el videoclub para ver con amigos –evoca, acariciando su mano como si untara un pan–, era un pequeño tesoro porque las copias eran limitadas. ¡Qué recuerdo hermoso y absurdo!”.

Mahler se enfrenta al reto de traducir esas emociones de la pantalla grande a la música sin perder la esencia humana, sin caer en la trampa de la pompa ni la frialdad, con una orquesta que responde a esa energía sin distancias ni formalismos.

Mahler vs. Mahler

Su punto de largada fue el teatro, luego continuó con la dirección musical de un éxito como Drácula, un proyecto que le entregó su padre como quien pasa la banda y el bastón de Presidente a su sucesor. Un encargo de semejante peso y legado que, lejos de ser una carga, lo envalentonó. “Nunca viví como una presión el nombre de mi padre. Lo viví como un incentivo. Fue lindo verlo en acción, eso me inspiró mucho. Incluso cuando ni siquiera había decidido dedicarme a la música. Desde chico lo seguía, iba con él al teatro, disfrutaba mucho de estar con los músicos. A medida que fui creciendo y empezando a tener experiencias profesionales, nunca sentí que eso fuera una carga. Creo que lo que pasa con algunos hijos de artistas es que la gente espera algo de ellos: si tu papá lo hace bien, vos también deberías hacerlo. Puede haber cierto prejuicio en eso. Pero en mi caso, nunca fue algo negativo ni traumático. Yo comencé con la orquesta de mi papá cuando tenía 20 o 21 años”.

No obstante, reconoce que el arma que pulverizó el estigma de ser “el hijo de” fue Elvis in Concert (2018). Ese recital del Rey proyectado en pantalla gigante, sincronizado con una orquesta de 50 músicos, le dio las municiones suficientes para disparar una versión de sí mismo, una versión que destruyó la sombra perturbadora de la herencia.

Damián Mahler con su padre, Ángel

“Fue la primera vez que dirigía en el estadio Luna Park, con todo lo que eso significa para mí, especialmente porque Drácula se estrenó allí. No sé si fue un salto al vacío, pero el productor Elías Hoffmann confió en mí. Mirando hacia atrás, no estoy seguro de haber sido la persona indicada para el trabajo. Había dirigido a Armando Manzanero el año anterior en el [ex] CCK; es decir, había hecho trabajos importantes, pero si hubiera tenido que elegir a alguien, probablemente habría optado por otro”.

–¿Por qué razón?

–¡Me paré frente a músicos de trayectoria que tenían mi edad! (Risas).

–¿Cómo fue el primer momento en que comenzaste a trabajar profesionalmente en la música?

–Agridulce. Mi abuela fue una figura muy presente en mi vida. Ella me apoyaba mucho, incluso cuando hacía lasañas escondía porciones para que me las llevara y tuviera comida. Tengo tres hermanos y muchos primos. En ese momento yo estaba estudiando en la Universidad Católica Argentina y también dando clases de dirección. Siempre me interesó la música y la dirección, desde chico me dedicaba al piano, componía, y me gustaba mucho la música en general. Mi papá estaba trabajando en un proyecto de teatro musical, y me llamó un día para pedirme que cubriera un puesto en el proyecto. La hora quedó reflejada en el fax que mandó: 14:16. Había cuatro personas que podían haber hecho ese trabajo, pero todos tenían algún impedimento, y ese día nadie podía hacerlo. Me llamó una noche, mientras yo estaba en la facultad. Me dijo que mi abuela estaba mal… que yo me encargara de esa función porque el director no podía ir. Yo le dije que sí, que iba a hacerlo. Me fui corriendo al otro día temprano, con la partitura que me dio mi papá para estudiar. Lo recuerdo con nervios, porque estaba cumpliendo un sueño, pero también con mucha angustia por mi abuela.

–Primera vez con emociones mezcladas.

–Estaba nervioso y emocionado: era el inicio de algo que siempre había querido hacer. Los músicos me ayudaron mucho más que yo a ellos, la verdad. Todos estábamos nerviosos, pero la parte linda de la historia es que, justo después de la función, mi abuela falleció. Llegué al teatro después de que ella había partido, pero siento que, en cierto modo, me estuvo esperando para que pudiera dirigir por primera vez. Fue como si ella me hubiera dado su bendición. Por un lado, estaba cumpliendo un sueño, pero por otro, era un momento de mucho dolor.

–¿Con qué profesión de la vida cotidiana se podría comparar un director de orquesta?

–La orquesta funciona como una empresa. El director no está necesariamente involucrado en la ejecución práctica de lo que se está haciendo, sino en la coordinación de todo el proceso. Los músicos, al igual que los empleados de una empresa, son los que realizan el trabajo, pero el director se encarga de darles las instrucciones para que todo funcione en conjunto. Sería una empresa sin gerente.

–¿Qué hace el director de orquesta, entonces?

–A menudo, el público ve al director en el escenario, pero no siempre es consciente de su rol fundamental. En la música, el director tiene una responsabilidad muy similar a la de un gerente: coordina el trabajo, pero no ejecuta la acción. Los músicos reconocen las señales del director a través de su gesto, lo que hace que su papel sea tan esencial. De alguna forma, el director es como un nexo entre las decisiones musicales que se toman y la ejecución de esas decisiones por parte de los músicos.

–¿Debe hablar mucho?

–El director no siempre habla mucho, ya que su principal herramienta de comunicación es su gesto. La preparación del repertorio, las decisiones sobre la interpretación y la planificación de los ensayos se expresan a través de sus movimientos. Si escuchás dos versiones de la misma obra dirigidas por distintos directores, notarás diferencias, aunque las partituras sean las mismas. Esto ocurre porque los músicos responden al estilo y la intención del director, lo que transforma la interpretación de una pieza. Entiendo que para muchos es absurdo ver a un hombre haciendo gestos, pero reconocés la importancia de su presencia cuando nadie hace esa tarea.

–¿Cómo se prepara un director para dirigir una orquesta?

–Los directores aprenden a manejar su lenguaje corporal de manera efectiva; la música a veces pide rigidez y otras veces fluidez.

–¿Cómo se establece la comunicación con los músicos?

–A medida que la música se desarrolla, tanto el director como los músicos se nutren de lo que sucede en ese espacio. Es un intercambio que va más allá de lo técnico: el director lidera, pero también aprende de lo que los músicos aportan en cada ensayo.

–En The Beatles Symphonic Fantasy arreglás canciones de los Beatles, ¿cómo es eso?

–Es que hay una historia detrás de cada canción y, al mismo tiempo, un papel en blanco. Cada tema tiene un montón de elementos que puedo elegir tomar o no. Agregar una sinfonía a una canción conocida implica intervenir sobre ella. En este encuentro entre la música popular y la música sinfónica, hay una interacción entre lo que originalmente tiene la canción y lo que yo puedo modificar. Es como una semilla que se transforma en un arbusto. Podés amplificar lo que la música original, tal vez por una limitación de instrumentos, no pudo hacer. En el caso de los Beatles, hay un aspecto teatral en su música, de corte narrativo. Como me gusta mucho el cine, imagino historias detrás de esas canciones. Intento traducir eso.

–Tus parlamentos enganchan al público.

–Creo que soy muy descontracturado. No me pongo en el rol de Marcos Mundstock, sino más en el de Daniel Rabinovich (risas). Algunos me cargan con que hago stand-up (risas). Lo cierto es que veo a la gente muy involucrada. Todos terminan bailando. Me parece muy emotivo ver a generaciones de abuelos, hijos y nietos disfrutando juntos. Es algo que se repite todo el tiempo.

En marzo, cuando promocionaron The Beatles Symphonic Fantasy, se hizo una experiencia on the road, con la banda dirigida por Damián Mahler

–¿En 2025 continuará The Beatles Symphonic Fantasy?

–Seguiremos viajando. Es un espectáculo que ya ha recorrido muchos países. También continuaremos con Sinfonía para tres (sobre la música de Soda Stereo). El año próximo se cumplen 40 años del estreno de Volver al Futuro, una de las películas favoritas de nuestra productora Sira. Ya hemos hecho versiones In concert de E.T. y Jurassic Park (proyección de película con orquesta en vivo), así que repetiremos con esta también.

–¿Los arreglos musicales se crean a partir de los músicos que tocan o es indistinto?

–Sí, pero porque a muchos de esos músicos ya los conozco desde hace años, he forjado con ellos distintas amistades. Como este espectáculo está pensado para presentarse en todo el mundo, opto por hacer arreglos estándar. Pero ya sé quién va a tocar el corno, por ejemplo, así que le pongo cosas que sé que le quedan bien. Sin embargo, trato de no incluir nada que no pueda tocar cualquier otro músico.

–¿Cómo describirías tu enfoque hacia la composición y orquestación?

–No soy hijo de la inspiración, soy más bien un hombre de disciplina. Me levanto a las seis de la mañana, me preparo un mate, abro la computadora y empiezo a trabajar. El arte de orquestar es nota a nota, así lo hago. No adelanto nada en el teclado MIDI para luego pasarlo; me gusta ver la partitura en papel, trabajar directamente sobre ella. Puede sonar old-school, pero así lo aprendí. Al final, uno siempre se da cuenta de cómo suena todo cuando va a la sala de ensayo.

–¿Cómo descubriste la música sinfónica?

–Cuando descubrí el concierto de Metallica S&M. A partir de entonces busqué todos los conciertos sinfónicos que existían. Era la época pre-internet (1999), así que fue un proceso más largo. Luego llegó el concierto que hizo Gustavo Cerati en el Colón con los arreglos de Martín Terán. A diferencia de otros, donde la banda tocaba encima de la orquesta, en este caso era distinto: se trataba de reimaginar su música, de quitar los instrumentos característicos de la banda, transformarla por completo. Eso fue lo que me llamó la atención. Me motivó a explorar más este formato.

–¿La sinfonía salta el santuario de la música clásica para volverse parte de un lenguaje universal?

–Nunca lo vi de esa manera, de hecho, es todo lo contrario. Cuando era chico tocaba obras de Beethoven en el piano y, al mismo tiempo, las canciones de Soda Stereo en la secundaria. Para mí, nunca estuvieron separadas, al menos en mi cabeza. A mi maestra de música Edda María Sangrígoli le decía: “¡Pero esto es rock de hace doscientos años!” Claro, no tenía guitarra eléctrica porque en esa época no existía. Lo mismo se podría decir de Puccini: en su momento de esplendor conquistó toda Italia.

–¿Qué encontraste en la música de Soda Stereo para hacer Sinfonía para tres junto a la banda tributo El Cuarto Soda?

–La fortaleza de Soda Stereo está en la forma de su música, esos sonidos repetitivos que son como un mantra. Es esa repetición la que te sumerge en un clima que te envuelve. Yo mantuve esa forma en los arreglos, la orquesta debía dialogar con todo eso, en particular con la banda. Pobres chicos, les armé un choclo de información, cortando y metiendo cosas (risas). Por suerte, no los volví tan locos como a los músicos de The Beatles Symphonic Fantasy.

–Si tuvieras que definir cada década de tu vida con músicos, ¿cuáles serían?

–La primera década, John Williams; la segunda, Soda Stereo. La tercera, John Williams otra vez (risas).