Habíamos planeado cenar juntos. La fecha del 15 de abril de 2019 se había fijado hacía algún tiempo, al igual que la hora y el lugar. En la tarde de ese día cualquiera, las pantallas que nos rodeaban concentraron de repente toda nuestra atención, trastocando en un instante nuestros compromisos: ¡Notre-Dame estaba en llamas! El fuego acababa de encenderse dentro de la estructura, adquiriendo rápidamente una escala preocupante. Quince horas de trabajo titánico serían necesarias para que los bomberos de París controlaran el fuego al amanecer del día siguiente.

Incrédulos al principio, impotentes de todos modos, azorados por los informes de los periodistas destacados en el lugar, solo pudimos observar en vivo el fuego que destruía la aguja, que se derrumbó en lluvias de chispas que recordaban las terribles imágenes de las Torres Gemelas de Nueva York cayendo sobre sí mismas el 11 de septiembre de 2001, con la diferencia de que el incendio de Notre-Dame no causó víctimas, excepto la catedral misma. Las cubiertas de la nave y el transepto, así como el armazón, corrieron la misma suerte que la aguja, provocando el derrumbe de la bóveda y amenazando la torre norte y sus campanas, tan íntimamente asociadas a la historia de la capital francesa, que han latido tristemente en sus horas oscuras o con alegría en otras ocasiones, como durante su Liberación en 1944.

A pesar de la distancia, dentro de la redacción de la nacion reinaba la agitación que siempre provoca un acontecimiento extraordinario que trasciende la actualidad y arrastra todo lo demás a su paso; en el Palacio Ortiz Basualdo, el embajador, atónito por la magnitud del desastre, recibía mensajes de apoyo y preguntas, como si estuviera presenciando el asombroso drama que se desarrollaba en el corazón de París.

Los dos hicimos lo que sabemos hacer. El cronista trató de comprender el significado de los hechos que parecían, a esa hora, a punto de borrar un poderoso testimonio de la historia de Francia y, más allá, del cristianismo y su influencia en nuestra civilización. El diplomático intentaba descifrar el mensaje de Emmanuel Macron, que se había trasladado a la plaza, y retomarlo para responder a las preguntas de la radio y la televisión. Se acercó a los estudios para hablar sobre el incendio, consciente de que los oyentes y televidentes argentinos necesitaban escuchar una voz francesa para adentrarse en el drama en curso.

Para ambos, era importante escuchar al presidente de la República Francesa anunciar sin titubeos que “la catedral será reconstruida dentro de cinco años”. Esta determinación, sin que nadie supiera en ese momento si se trataba de una promesa bien razonada o de una plegaria para enfrentar la pérdida de un ícono, marcó a un episodio inconcebible.

Hubo dudas, sin embargo, y creímos que lo mejor sería vernos. Nos encontramos un poco tarde en la mesa de un restaurante, abrumados, sin palabras. Después de mostrar una confianza proporcional a la de su presidente, el embajador, impresionado por el significado del símbolo, soltó algunas lágrimas en el champagne y el cronista sacó de ello materia para pensar.

Los andamios de la iglesia parisina, a días de la reapertura

Más allá de las piedras monumentales, de la madera milenaria de los marcos, la catedral representaba el fervor de un pueblo, expresado en una innumerable acumulación de obras de arte sacro, que van desde las más primitivas hasta las más sofisticadas. En su tiempo, Notre-Dame había sido revolucionaria, construida a finales de los siglos XII y XIII, cuando Francia se estaba convirtiendo en una nación y París era la ciudad europea más grande. Notre-Dame fue la primera gran obra maestra de una nueva arquitectura francesa, donde las nervaduras y los arbotantes permitieron que las paredes se elevaran y refinaran, que las ventanas se ampliaran considerablemente y que la luz entrara a raudales. Los celosos italianos lo llamaron “gótico”, que significaba “bárbaro”, pero el estilo francés conquistó Europa.

Después de muchos debates sobre opciones alternativas, y cinco años después del incendio, la catedral, reconstruida de manera idéntica a su restauración final por Viollet-le-Duc en el siglo XIX, está a punto de ser reabierta el 8 de diciembre.

Este resultado es el fruto de la labor de miles de artesanos, herederos de antiguos oficios, tradiciones y saber hacer, aún conservados, reunidos por el Estado francés para participar en el renacimiento del ave fénix que yacía en sus cenizas.

La restauración de Notre-Dame de París también fue posible gracias a la extraordinaria movilización de 340.000 donantes de Francia y de todo el mundo: muchos argentinos se acercaron y participaron con su aliento, sus donaciones o sus ideas en esta restauración. ¡Gracias a ellos! Esta efusión de generosidad testimonia el vínculo profundo y universal que nos une alrededor de esta obra maestra del patrimonio mundial.

¡Viva Francia, Viva la Argentina!

Guignard es exembajador de Francia en la Argentina (2016-2019)