Las habitaciones de un hotel alojamiento son el ámbito adecuado para disfrutar de un rato de intimidad en pareja sin padecer ninguna interrupción. Para eso se crearon. Sin embargo, hubo una época en la ciudad de Buenos Aires, a comienzos de la década del ‘60 del siglo pasado, en la que esta premisa tan básica corría constantemente el riesgo de ser vulnerada. Fueron los tiempos en los que el comisario inspector Luis Margaride, a cargo del departamento de Seguridad Personal de la Policía Federal, dedicaba parte de su actividad como funcionario a organizar y realizar redadas contra ese tipo de establecimientos.
En los años 1961 y 1962 este uniformado, que se colocó como cabeza de una cruzada en favor de la moralidad pública, ordenó cientos de allanamientos en esta clase de hoteles. Los efectivos encargados de las batidas policiales, que solían ser tan sigilosas como repentinas e intimidantes, hacían salir a los atónitos clientes de sus cuartos, sin darles demasiado tiempo para vestirse y los ponían a bordo de los camiones policiales.
Pero eso no era todo.
Los que registraron la vida y la actividad de este singular comisario argentino aseguran que los hombres y mujeres pescados infraganti en los cuartos de los hoteles popularmente conocidos como “telos”, al llegar a la dependencia policial sufrían otro escarnio. Margaride o alguno de sus hombres de confianza se encargaban de hablar por teléfono a los allegados de los detenidos. Si los demorados eran menores, se llamaba a sus padres. Pero los casos eran especialmente dramáticos cuando la persona que recibía el llamado policial era la esposa o el esposo de alguno de los capturados en el hotel alojamiento, que quedaban expuestos en su aventura extramatrimonial.
El terror de Villa Cariño
En este sentido, Margaride, que solía participar personalmente de estos operativos, llegaba al extremo de exigir la libreta matrimonial a los cohabitantes de cada cuarto. Una solicitud absolutamente maliciosa, por supuesto, ya que se supone que nadie ingresa a ese tipo de lugares munido de la citada libreta que acredita el status legal del vínculo.
Tan solo un año y dos meses duró la actividad de este comisario al frente de Seguridad Personal. Fue el tiempo en que el capitán de navío Recaredo Vázquez estuvo a cargo de la Policía Federal, bajo la presidencia de Arturo Frondizi. Se trataba de un gobierno democrático, lo que no impidió que la llamada “Campaña de Moralidad” -así la tituló incluso la revista estadounidense Time– de Margaride y su brigada se desarrollara a sus anchas.
El largo brazo de este oficial de policía que se declaraba ferviente católico llegaba más allá de los hoteles alojamiento. Sus redadas se extendían también a clubes nocturnos y boites. Además, los efectivos bajo su mando se adentraban con sus operativos en aquella zona de los bosques de Palermo donde los novios, parejas o amigos con beneficios se hacían arrumacos dentro de sus autos. Se trataba de esos lugares amparados por la negrura nocturna que la picardía popular había bautizado como “Villa Cariño”. Allí, los escarceos de los amantes se paralizaban ante las luces de los reflectores policiales, que apuntaban sin piedad hacia los vehículos estacionados.
Margaride se defiende
“Tiene pelo y bigote canosos, rostro sensitivo y es presa con facilidad de una exaltación que recuerda la santa ira de los profetas y que le hace temblar la voz y las manos”. Así describían al comisario inspector en las páginas de la revista Primera Plana de junio de 1963, donde le hicieron una entrevista. Entonces, Margaride tenía 50 años y se encontraba recientemente retirado del servicio.
El exjefe de Seguridad Personal se defendía allí de las acusaciones. Entre otras cosas, aseguraba que nunca había habido bajo su mando una “campaña de moralidad”. “No fue nunca una campaña -decía-. Es obligación permanente de la Policía Federal velar por el orden y la moralidad públicos dentro de una sociedad sana y conservadora”.
También negaba en la entrevista lo que quedó como una marca de su función: el llamado a los cónyuges de quienes encontraba en los hoteles. “No veo cómo un policía pueda, no ya como policía sino como hombre de bien, y me considero como tal, suscitar un drama en cualquier hogar”, decía para negar esos telefonazos que se habían hecho célebres durante su experiencia como funcionario y de los que daban constancia los medios de la época.
El regreso de Margaride
Pero la actividad de Margaride para proteger, siempre en su criterio, la decencia de la sociedad tendría unos años más tarde una segunda parte. En julio de 1966, bajo la presidencia del general Juan Carlos Onganía -esta vez sí, un gobierno de facto-, el comisario inspector retirado asumiría como Director de Inspección General de la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires. Allí volvió a dar rienda suelta a su espíritu moralista.
En ese sentido, el funcionario intensificó su vigilancia de todo aquello que para él desafiara las buenas costumbres. Así, sus objetivos, además de los ya citados hoteles alojamiento y clubes nocturnos, fueron también los jóvenes de pelo largo, que eran rapados en las comisarías y las mujeres con minifaldas “demasiado cortas”, que debían alargar el ruedo se sus polleras.
En este sinsentido a favor del decoro, la brigada del funcionario también era enemiga de los pantalones estilo Saint Tropez, los tacos demasiado altos y las botamangas de marcada anchura. Todas las novedades de la moda de los ‘60 eran, en definitiva, antagonistas de la moral y las buenas costumbres para este funcionario.
La gente de Margaride era también implacable con las personas que se besaban en espacios públicos. No solo que los agentes interrumpían los afanes de los enamorados en plazas, parques y paseos, sino que, las más de las veces, los tórtolos podían terminar en la comisaría. Casi siempre la excusa legal era algún edicto policial o el clásico motivo de los agentes para justificar toda detención: la averiguación de antecedentes.
“Romper las vallas morales”
Otro de los objetivos de este Comisario retirado en su retorno a la actividad pública fue la persecución de los homosexuales. Este colectivo había empezado a llamar al expolicía como “la tía Margarita” y él organizaba batidas en locales nocturnos, whiskerías o bares para detenerlos. En el año 1967 se realizaron los tristemente célebres operativos “cines” y “subterráneo” que consistían en cerrar las salas cinematográficas y las bocas de ciertas estaciones de subte para detener allí a los presuntos homosexuales, víctimas predilectas de la brigada moralista de Margaride.
En un contexto represivo más general, donde se puede recordar la llamada noche de los bastones largos y la posterior intervención de las facultades nacionales por parte del gobierno de Onganía, Margaride también tenía potestad sobre los espectáculos públicos y las diversos materiales impresos. En el extremo más alarmante de sus abusos, en 1967 llegó a clausurar los teatros Maipo y El Nacional por considerar que allí se ofrecían “espectáculos indecentes”.
“Puedo secuestrar publicaciones o cerrar determinados locales ante presunción de hechos delictuosos. No se trata de esperar que se cometa el delito o se difunda la inmoralidad para castigarla después. Hay que actuar sobre el hecho, inmediatamente, sin dilaciones. No solo se secuestra una publicación porque tenga una tapa inmoral, sino también puede tener material obsceno en su interior”, decía el propio Margaride en una entrevista en la revista Gente de agosto de 1966.
Más adelante, en la misma charla, el excomisario inspector ensayaba una explicación de lo que era inmoral para él: “Las exhibiciones de mujeres desnudas o la pornografía encubierta. Un caso típico son las notas que aparecen en revistas pretendidamente serias y que propugnan, abiertamente, el amor libre, la disolución del matrimonio, etc. Todo eso es inmoral porque favorece la destrucción solapada del matrimonio, de la unidad familiar, de los valores cristianos más puros. Y eso es una maniobra clásica del comunismo: romper las vallas morales de la sociedad cristiana”.
El tercer cargo de Margaride
En la década del ‘70, el moralista Margaride volvería a tener una posición de poder. Otra vez ingresado en las fuerzas policiales, con el grado de Comisario Mayor, el exdirector de Inspección General sería nombrado Jefe de la Superintendencia de Seguridad Federal. Fue en enero del ‘74 y el cargo fue promovido por el entonces presidente del país, Juan Domingo Perón. Pocos meses más tarde, el uniformado sería nombrado subjefe de la Policía Federal, la institución que estaba a cargo del Comisario Alberto Villar.
En tiempos turbulentos de la historia argentina, los Montoneros, miembros de la izquierda peronista que se habían volcado a la lucha armada, se quejaron ante Perón por la elección de estos dos jefes de policía. Según el libro La Resistencia, del militante peronista Carlos Gaitán, un dirigente de esa agrupación le dijo al presidente: “Villar y Margaride no son peronistas”. A lo que Perón contestó: “No, no son peronistas, son policías. Están ahí por policías, yo los he puesto ahí porque son policías, no peronistas”.
Además de este contrapunto entre Montoneros y el general Perón, los grupos de izquierda tenían la certeza, repetida después por algunos historiadores, de que tanto Villar como Margaride -ambos con un pasado relacionado con la represión- formarían parte de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), la fuerza parapolicial de la ultraderecha que, comandada por el Ministro de Bienestar Social, José López Rega, se dedicaba a perseguir, amenazar y/o eliminar políticos, militantes, periodistas, abogados considerados de izquierda.
En ese período del tercer gobierno peronista en el que la violencia política era moneda corriente, la izquierda hasta dedicó una canción para ambos jefes policiales, que se entonaba en los diversos actos: “Montoneros, el pueblo te lo pide, queremos la cabeza de Villar y de Margaride”. Muy poco tiempo después, parte de esta consigna se haría realidad. Fue el 1 de noviembre de 1974, cuando una bomba haría volar en pedazos la embarcación donde navegaba el comisario Villar junto con su esposa en Tigre. El matrimonio no sobrevivió al atentado, que fue adjudicado a la agrupación Montoneros.
Con la muerte de Villar, el cargo de Jefe de la Policía Federal pasaría a su segundo, el comisario mayor Luis Margaride. El 4 de noviembre de 1974, ya con Isabel Martínez de Perón en la presidencia de la República, el hombre que en otros tiempos organizaba redadas en los hoteles alojamiento asumía la jefatura de la entidad. Y lo hacía con palabras en las que exaltaba a su exjefe: “Ese hombre (Villar) amaba su vocación de policía, amaba su razón de ser argentino. Tenía familia, hijos, sentimientos que una bomba no destruye”.
Lo que entonces no sabía Margaride es que sus enemigos del otro extremo ideológico también tenían una bomba destinada a acabar con su vida. Ocurrió el 23 de diciembre de 1974, en horas de la noche, en la intersección de las calles Moreno y Urquiza, en el barrio porteño de Balvanera. El jefe de la Policía Federal viajaba en su vehículo rodeado de la comitiva de seguridad cuando fue interceptado por una camioneta cargada con explosivos que estalló muy cerca del comisario.
Margaride salió ileso del atentado, pero la bomba de los extremistas terminó con la vida de un cabo primero de su custodia, Mario Chioni, y dejó heridos de gravedad a dos policías más.
El comisario mayor dejaría la Jefatura de la Policía Federal en agosto de 1975 y desde entonces se retiraría de la vida y la función pública. En febrero de 1999, un pequeño artículo en la portada de LA NACION informaba sobre la muerte del comisario, a los 86 años, en el Hospital Churruca, a causa de una neumonía. La necrológica recordaba el cargo del uniformado al frente de la Policía Federal en los tiempos de Isabel Perón, sus “procedimientos en albergues transitorios” y “las detenciones, sin motivo aparente, de los jóvenes de pelo largo” en la “presidencia de Juan Carlos Onganía”.