Fue el preludio de Malvinas. El escenario era diferente, los protagonistas también, el espíritu era el mismo: en 1978, hace cuarenta y seis años, la dictadura militar argentina pretendió eternizarse en el poder a través de una guerra. El adversario elegido fue Chile. La excusa, un reclamo legítimo, como el de Malvinas, sobre un conflicto que había nacido en 1888 sobre tres islas del Canal de Beagle, en el sur argentino.
La guerra estuvo tan a punto de estallar, que dependió de un accidente meteorológico tan azaroso como una tormenta marina, o del silencio y la prudencia con la que algunas tropas argentinas entraron en territorio chileno la madrugada del 21 de diciembre de ese año. Hubiera sido una irreparable matanza entre las dos más brutales dictaduras militares del sur continental: la de Jorge Videla y la de Augusto Pinochet. Si no hubo guerra fue porque los dos países aceptaron la mediación del Papa Juan Pablo II, que envió a Argentina y a Chile a su delegado personal, el cardenal Antonio Samoré, un hombre en apariencia frágil y amable que escondía la personalidad de un halcón del Vaticano, un irreductible capaz de decir las cosas más duras con una sonrisa y una voz sutil y casi graciosa. Ese tipo salvó la paz.
Reseñar el dramático conflicto no es tarea, ni propósito, de estas líneas que evocan un despropósito. Pero es dable recordar que la disputa territorial entre los dos países estaba centrada en el trazado de la boca oriental del canal de Beagle, que afectaba la soberanía de las islas ubicadas al sur del canal y sus espacios marítimos adyacentes. Las tres principales islas afectadas por el trazado de límites eran las Lennox, Picton y Nueva. En el largo curso del conflicto, las tres recibieron un trato desdeñoso según quién las nombrara: islotes, peñascos, rocas en medio de la mar. No lo eran. Su significado estratégico proyectaba el alcance de los dos países al territorio antártico y habilitaba el acceso de Chile, un país del Pacífico, al Atlántico.
En 1971, dos gobernantes tan alejados entre sí por sus ideas como el general Alejandro Lanusse, cabeza de la dictadura conocida como Revolución Argentina, y el socialista chileno Salvador Allende, firmaron un acuerdo por el que sometían el conflicto al laudo arbitral de Su Majestad, la reina Isabel II de Inglaterra. El fallo de la reina se conoció el 2 de mayo de 1977: beneficiaba casi todas las pretensiones chilenas y le daba soberanía sobre las islas. Chile, en manos de Augusto Pinochet, lo aceptó de inmediato, lo hizo ley y hasta nombró alcaldes de mar. Argentina declaró nula la sentencia por -alegó- deformación de las tesis argentinas, abuso de las prerrogativas de la Corte, contradicciones lógicas, yerros de interpretación, errores geográficos e históricos y por parcialidad. Aquello parecía no tener arreglo.
El desconocimiento del fallo por parte de la Junta Militar Argentina que hacía un año y dos meses había derrocado al gobierno de María Estela Martínez de Perón y estaba envuelto en una represión ilegal de la guerrilla que sentó las bases del terrorismo de Estado, juzgado y condenado en 1985, hizo que los jefes militares pensaran de inmediato en la posibilidad de una guerra. La junta, integrada por el general Jorge Videla, el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti, era el órgano supremo del Estado y tenía en sus manos la administración de los tres poderes; poco después de conocido el fallo de la reina, decidió encarar un rearme de las fuerzas armadas y diseñó la “Operación Soberanía”, que contemplaba la ocupación por la fuerza de las islas que el laudo había otorgado a Chile.
La movida militar había puesto como fecha clave para las operaciones entre el 15 y el 20 de diciembre de 1978, si es que antes habían fracasado todas las posibilidades, débiles, de un acuerdo con Chile. Argentina iba a ocupar las islas Evout, Barnevelt y Hornos y, si existía una respuesta militar por parte de Chile, que era inevitable, los ataques argentinos se concentrarían sobre las ciudades chilenas de Punta Arenas, vecina a Ushuaia, Puerto Williams y Porvenir. La invasión violaría la Carta de las Naciones Unidas, el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, que de todos modos sería mancillado por Estados Unidos durante la guerra de Malvinas) y la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). Pero nada de eso detuvo a los generales del “proceso”.
Aquel 1978, el año que vivimos en peligro, empezó agitado, trémulo y estremecido. El 19 de enero, los dos dictadores, Videla y Pinochet, se encontraron en la base militar de El Plumerillo, Mendoza, para intentar un acercamiento de posiciones. Fue en vano. Los dos equipos de asesores y colaboradores deliberaron durante ocho horas sin llegar a nada. Casi una semana después, el miércoles 25, Argentina anunció que rechazaba de plano el Laudo Arbitral del Beagle firmado por Isabel II. Al día siguiente, Videla y Pinochet volvieron a encontrarse, ahora en Puerto Montt. Al final de la reunión se firmó el Acta de Puerto Montt que acordaba la formación de comisiones negociadoras que, en tres etapas, debían sí o sí encontrar una solución definitiva el drama limítrofe. Aquello era papel mojado.
Minutos después de la firma del acuerdo, en su discurso de ocasión, Pinochet sorprendió a todos, en especial a los argentinos, al declarar: “La jurisdicción en esa región quedó refrendada en forma definitiva en la sentencia de Su Majestad británica. Por lo tanto, las negociaciones a realizar en ningún caso afectarán los derechos que en esa área el laudo reconoció para Chile”. Videla, atónito y pasmado, dejó de lado su discurso y debió hilar unas palabras moldeadas por su furia. Si bien no era un hombre que brillara por su capacidad para improvisar, dijo: “Las negociaciones directas constituyen la única vía pacífica para solucionar el conflicto”. Chile interpretó esa frase como una amenaza de guerra: lo era.
No sólo Argentina se había rearmado. Chile hizo lo mismo y en previsión de lo que se avecinaba, movilizó a sus unidades de montaña hacia los pasos cordilleranos, reforzó, mediante un puente aéreo, el despliegue de tropas armas y equipos en la región patagónica de Aysén y en las llamadas provincias magallánicas de Última Esperanza, Magallanes, que incluía a Punta Arenas, y Tierra del Fuego. Enfrentaban así el plan secreto argentino, destinado a “cortar” a Chile en varias partes de su geografía por medio de una invasión de tropas.
Para que no hubiesen dudas de cuáles eran sus intenciones, secretas pero exhibidas, el Ejército realizó maniobras militares y simulacros de guerra a lo largo de la frontera. La Armada, por su parte, estableció qué hacer en los territorios chilenos ocupados, en especial las islas en litigio, mediante sus “Instrucciones Políticas Particulares para la Zona Austral para la Etapa Posterior a la Ejecución de Actos de Soberanía en las Islas en Litigio”. No era un prodigio de síntesis, pero era un plan de guerra.
Para entonces, las fuerzas armadas habían contactado, y comprometido, a varios periodistas designados para acompañar a las tropas invasoras, que tendrían a su cargo la redacción de los bandos de guerra destinados a la población chilena. A inicios de diciembre, días antes de la fecha fijada para el inicio de las acciones, uno de esos periodistas fue recibido por parte de la plana mayor del Regimiento 1 de Infantería, en Palermo. Le sorprendió ver emplazado, en la entrada por la Avenida Bullrich, un cañón antiaéreo que apuntaba al cielo.
La sociedad argentina parecía aceptar con cierto regocijo sino la guerra, el árido conflicto que avivaba lo más cuestionable del nacionalismo popular, o del populismo nacionalista. El 25 de junio de 1978, mientras el conflicto levantaba temperatura, el Seleccionado Nacional ganó en River, 3-1 a Holanda, el Mundial de Fútbol Argentina 78. El torneo, su organización y puesta en marcha, había sido prioridad para la dictadura, lo consideraba una ventana al mundo. Sin embargo, la presencia de la prensa extranjera hizo que Madres de plaza de Mayo y otros organismos de Derechos Humanos, en formación o que recién se animaban a levantar cabeza, denunciaran las atrocidades cometidas por la dictadura.
El fervor popular por el triunfo -el capitán del seleccionado, Daniel Passarella, recibió la copa de Manos de Videla y ante la mirada sonriente de Massera y de Agosti- se trasladó con rapidez al conflicto por el Beagle. Fue como si, por arte de magia o por absurdo simplismo, el deporte se hubiese integrado a la guerra y el triunfo en la cancha llevara de modo inevitable al éxito en los campos de batalla.
Días después, ese espíritu guerrero que la sociedad exhibía con descaro y la dictadura alentaba con cínica impudicia, tuvo otro impulso, ahora netamente militar. El desfile del 9 de julio, en celebración del 162° aniversario de la independencia, fue una formidable muestra del poderío flamante de las fuerzas armadas. “Sacamos todos los fierros a la calle”, le dijo a un periodista un fervoroso general. No eran todos los fierros, pero eran muchos. Si Chile no había notado por donde iban los tantos, y sí que lo había notado, semejante demostración de fuerza, que no se ha repetido desde entonces, debió convencerlos de que la guerra era inevitable.
La Junta Militar tenía en esos días más de militar que de junta. A dos años y cuatro meses de hacerse con el poder absoluto en el país, Videla, Massera y Agosti vivían en conflicto, en especial por las inocultables ambiciones políticas de Massera y por su desprecio, que hacía evidente, hacia la gestión de Videla y hacia el propio Videla. Poco después del desfile del 9 de julio, la interna militar cobró fuerza con el diseño de un nuevo esquema de poder, conocido como “El cuarto hombre” que no era sino una respuesta del Ejército a los esfuerzos de Massera para que Videla dejara la presidencia en el momento de su retiro, tal vez con la esperanza de sucederlo. El 31 de julio, el general Roberto Viola asumió como jefe del Ejército y Videla, retirado, vistió ropas civiles y quedó como presidente. De inmediato, Massera contraatacó: ahora el órgano supremo debía ser la Junta Militar que él integraba, y Videla pasaba a ser casi una figura decorativa, una pretensión intolerable para el Ejército. Videla juró como presidente el 1° de agosto.
Ese era el clima interno de las fuerzas armadas dispuestas a encarar una guerra con Chile.
Cinco días después de la jura de Videla, lejos de la Argentina, un hecho abrió la puerta a otros tres que, en poco más de dos meses, iba a cambiar la historia del mundo y del conflicto argentino chileno. El 6 de agosto, en su residencia de verano de Castelgandolfo, murió el Papa Paulo VI, Giovanni Battista Montini, que había reinado el mundo católico desde 1963. Después de su entierro en las grutas vaticanas el 12 de agosto, el colegio cardenalicio, siempre asistido por el Espíritu Santo, eligió Papa al patriarca de Venecia, Albino Luciani, que tomó el nombre de un Papa venerado, Juan XXIII y el de su antecesor, Pablo, y eligió ser llamado Juan Pablo I. Treinta y tres días después de ser coronado, el Papa fue hallado muerto en su dormitorio del Palacio Apostólico. El 16 de octubre, los cardenales eligieron Papa al polaco Karol Wojtyla, el primer Papa no italiano en más de cuatro siglos. Wojtyla, que tenía cincuenta y ocho años, eligió honrar a su desdichado antecesor y adoptó el nombre de Juan Pablo II.
El Vaticano, y el Espíritu Santo, no habían elegido por azar a un Papa no italiano. Las finanzas del Estado pontificio eran un desastre en las que reinaba la corrupción, una logia masónica, Propaganda 2, con ramificaciones en todo el mundo incluida la Argentina, y estaba casi sometida a los caprichos de un poderoso obispo estadounidense, Paul Marcinkus, asociado, o vinculado a poderosos banqueros. Hacía falta un no italiano para enderezar aquella enorme nave al garete. Ese fue el drama con el que se topó el flamante Papa. Estaba por caerle a las espaldas otro drama: el del Beagle.
Aquella frase de Videla en Puerto Montt, la de la “negociación directa”, había pasado a formar parte de un abanico de cuatro posibilidades de solución, o de finalización, del conflicto. Negociación directa, mediación, tribunal internacional o guerra. La negociación directa, propuesta de Videla que con los meses mudó de opinión, era imposible: la intransigencia de las dos naciones en pugna hacía de esa opción más una esperanza que una probabilidad. Los servicios de un mediador también planteaban cierta desconfianza. Chile podía optar por la mediación para librarse de la creciente presión militar argentina: el conflicto radicaba en sobre qué cosas iba a mediar el mediador. Pero los “generales duros” de la dictadura argentina rechazaron cualquier mediación, que contemplaba entonces la de la OEA, la del rey Juan Carlos I de España, o la del Papa en un Vaticano sacudido por la corrupción y la tragedia. Argentina ya no confiaba en los tribunales internacionales así que la guerra apareció como una salida “inevitable” para Argentina. No lo era. Chile no veía conveniente ir a un conflicto armado por una islas que ya eran suyas por un laudo arbitral internacional.
En la tradicional división, siempre esquemática, entre halcones y palomas, que suelen reflejar posiciones acaso dialoguistas frente a posturas más duras o intransigentes, el esquema de los centuriones de entonces colocaba a Videla y a Viola entre las palomas. Es difícil de creer que quien diseñó la armadura del terrorismo de Estado, Viola, y quien lo llevó adelante, Videla, están o hayan estado en un bando de “palomas”. Pero es verdad que Videla trataba de evitar de alguna forma la guerra inminente, y también Viola.
En Videla primaban sus convicciones católicas y, sobre todo, las consecuencias que implicarían para el país un conflicto armado. Se lo había advertido el entonces poderoso ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, que había elaborado un informe sobre el aumento del gasto público y la inflación derivada, originado por el rearme argentino. Esas cifras se multiplicarían hasta lo imprevisible terminada la guerra y cualquiera fuese su resultado, le confió a Videla. Martínez de Hoz fue un activo opositor a la guerra y llegó a informar y a interesar al nuncio apostólico, Pío Laghi, que mantuvo en esos años ubicuas relaciones con la cúpula del poder argentino.
Entre los halcones estaban parte del generalato en el poder y de los generales más “jóvenes”. Entre los primeros, José Antonio Vaquero, Luciano Benjamín Menéndez, Ramón Camps, Carlos Suárez Mason y, entre los generales nuevos, Ibérico Saint Jean y Leopoldo Galtieri, que en una muestra de fuerza y al mando del Cuerpo de Ejército V, cerró la frontera con Chile en un momento de dura tensión. Massera, al mando de la Armada, impulsaba el inicio inmediato de la guerra.
La tensión con Chile estuvo también alimentada por actos de provocación de parte de altos jefes militares. En especial por parte del general Menéndez, que comandaba el Cuerpo de Ejército III con sede en Córdoba y en cuya jurisdicción funcionaba el centro clandestino de detención La Perla. Menéndez fue acusado de violaciones a los derechos humanos, de haber tomado parte de fusilamientos de detenidos, recibió varias condenas a cadena perpetua y murió en prisión, en el hospital militar de Córdoba, en febrero de 2018. A él se le atribuyen muchas frases agraviantes e infamantes durante el conflicto con Chile. Entre ellas: “Si nos dejan atacar a los “chilotes”, los corremos hasta la Isla de Pascua, el brindis de fin de año lo haremos en el Palacio de la Moneda y después iremos a mear el champán en el Pacífico”.
El 8 de noviembre, Videla escribió una carta a Pinochet; sus líneas parecían intentar aplacar los fuegos de sus generales pro guerra. Decía en esa carta: “La vía de la negociación no se halla agotada y una sincera voluntad de persistir en ella de buena fe, permitirá superar los obstáculos que aún restan para un acuerdo integral”. El nombre de Juan Pablo II como mediador empezó a sonar cada vez más fuerte: su autoridad moral y la del Vaticano, le daban cierto crédito al atribulado nuevo Papa.
Los dos países se dieron una última chance. Fijaron un encuentro de cancilleres en Buenos Aires para decidir quién sería el mediador y cuáles las diferencias sobre las que debería decidir. Antes de ese encuentro, el Comité Militar argentino (Viola, Massera y Agosti) resolvió apoyar y promover la mediación papal. Si todo fracasaba, entre el 15 y el 20 de diciembre empezaría la guerra. Mientras se hablaba de mediación, Argentina y Chile desplazaban hacia la larga frontera en común a miles de efectivos. En Buenos Aires sorprendieron los trenes que partían hacia el sur con una tétrica carga: ataúdes.
El martes 12 de diciembre, en el Salón Verde del Palacio San Martín, sede de la cancillería argentina, se reunieron los cancilleres Carlos Washington Pastor, novísimo en el cargo, (su antecesor, el almirante Oscar Montes, había renunciado en octubre) y su par chileno Hernán Cubillos. Ese día hubo corrida bancaria en Buenos Aires. En las deliberaciones de la mañana, los equipos técnicos elaboraron un documento que pasó como borrador a los cancilleres y a sus principales asesores, que lo aprobaron. Pastor lo llevó al Comité Militar, que lo rechazó porque Chile quería delimitar sólo los espacios marítimos, no los terrestres, y Argentina exigía un punto fijo, terrestre, para establecer la división territorial. El canciller chileno le dijo entonces al nuncio Pío Laghi que no hallaba en los argentinos “un solo centro de poder”, sino que ese poder estaba “atomizado”. La Cancillería chilena desestimó una nueva reunión de cancilleres por “la ausencia de un interlocutor argentino efectivamente válido para Chile”. Chile insistió con una mediación sin que los dos países entablaran nuevas negociaciones: las juzgó agotadas.
La guerra parecía inevitable. La Iglesia católica argentina y la chilena, más Pío Laghi, alertaron al Vaticano sobre la posibilidad de una guerra y sobre lo imprescindible de su mediación. Lo mismo hizo, pero sólo sobre la guerra inminente, el gobierno estadounidense de James Carter, alarmado por la intransigencia argentina. Meses antes, en Washington, el asesor de Seguridad para América Latina, Robert, “Bob” Pastor, había advertido al jefe de una delegación de diplomáticos argentinos: “Si ustedes toman una sola roca, por minúscula que sea, el gobierno de los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN los van a calificar de agresores. Le pediría que transmitiera este mensaje con claridad absoluta a Buenos Aires. El presidente Carter está al tanto de nuestra conversación”.
La “Operación Soberanía” siguió adelante. El 19 de diciembre apareció luego en la historia reconstruida del conflicto, como el Día D. Esa noche, la Armada argentina invadiría las islas fijadas en el plan, pero una tremenda tormenta hizo que se postergara la acción militar. Todo se postergó para la noche del 21, cuando la mediación papal ya era un hecho: sólo faltaba que Videla y Pinochet la aceptaran.
Sin embargo, ese mismo día, Pinochet que presidía una graduación de oficiales, vio llegar a su edecán, Jorge Ballerino que le acercó un mensaje que había llegado desde Punta Arenas: se habían iniciado las hostilidades, tal como reveló Juan Bautista Yofre en su nota El día que Argentina y Chile estuvieron a un paso de la guerra y cómo fue la negociación secreta que llevó al Tratado de Paz, publicada por Infobae en septiembre de 2021.
Lo del inicio de las hostilidades no era verdad. O no era toda la verdad. Si hubo hostilidades, nunca fueron reveladas. Hoy, reconocidos periodistas que eran soldados movilizados aquellos días de tensión, admiten que hubo tropas argentinas de las que formaron parte, que aquella noche de zozobra pasaron la frontera y penetraron en territorio chileno. La Operación Soberanía se puso en marcha por poco tiempo: el 4° Batallón de Infantería de Marina que debía desembarcar en las islas en disputa a las cuatro de la mañana del 22, mientras se movilizaban helicópteros de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Armada, debió retroceder. De pronto, todo había quedado en la nada.
Buenos Aires, a esas mismas horas, era una fiesta. La noche del 21 se inauguraba una boite, discoteca, local nocturno, en una galería de la calle Carlos Pellegrini, poco antes de su cruce con la Avenida Santa Fe. Hasta allí llegó un pequeño grupo de periodistas de la revista Gente, fotógrafos incluidos, no solo a registrar la novedad y a reflejar la presencia de famosos en la velada a toda música y a todo baile, sino en busca de un poco de “movida” después de días de frenética actividad, amenaza de conflicto y largos cierres hasta la madrugada. Como a la hora de estar en pleno jolgorio, uno de los veteranos del grupo, un viejo maestro de periodistas, los reunió y les dijo: “Estamos locos. Nosotros aquí de joda, y el país a punto de entrar en guerra”. Partieron todos al viejo edificio de la editorial, a dormir acodados en los escritorios en espera de algo que no se produjo. En la alta noche del 21 y en la madrugada del 22, Argentina y Chile decidieron suspender todos sus movimientos militares, y enviar una nota de aceptación de la mediación papal.
El periodista Bruno Passarelli, corresponsal entonces de la Editorial Atlántida en Roma, escribió en una minuciosa reconstrucción del conflicto que llamó, con aguda certeza: “El delirio armado”: “El 21 a la noche, el Papa se fue a dormir resignado porque creía que no iba a poder hacer nada. Había escrito un documento muy desesperanzado. Por la madrugada, le llegan las noticias de una disponibilidad de Videla y Pinochet. Le dicen: ‘Tenemos acá el télex de Videla, y también está de acuerdo Pinochet. Dicen que si usted hace una intervención fuerte se podría parar la guerra’. Entonces se escribe la segunda parte de ese documento, donde le anuncia al mundo que había detenido la guerra y que mandaría a su representante personal, el cardenal Antonio Samoré”.
Samoré llegó a Buenos Aires el domingo 26 de diciembre. Era un hombre menudo, tenía 73 años, una apariencia de sacerdote de pueblo dura de negar, una voz cantarina y un andar como de asombro permanente que lo hacía aparecer frágil y afable. Hablaba español a la perfección, se equivocaba cuando quería para parecer simpático, desorientado, o para ganar tiempo en una respuesta. Por el contrario, Samoré era un cardenal de la Santa Iglesia, un hombre cultísimo, director de la Biblioteca Vaticana, una fiera indomable en cualquier negociación, y quien lo vio de modo distinto y se dejó guiar por las apariencias, se vio obligado a cambiar de inmediato de opinión. El Papa no había enviado a un mediador, había enviado a su mano derecha y lo había hecho su representante personal. Samoré era Wojtyla que llegaba con un único fin: alcanzar la paz entre esas dos naciones descarriadas.
Lo primero que hizo el cardenal fue entrevistarse con el canciller Pastor y luego, en Chile, con el canciller Cubillos. También hizo algo más, digno de la estrategia vaticana: soltó una frase que quedó grabada en piedra: “Veo una lucecita de esperanza al final del túnel”. La lucecita se convirtió en faro, en una guía que desalentó los ímpetus de los generales marchosos y las ansias de los civiles belicistas, que los hubo. Años después, en 1981, con el papa Juan Pablo internado en el Policlínico Gemmeli de Roma, herido por el terrorista turco Alí Agca, Samoré se confió al autor de esta nota: “Bueno… usted tiene que ver en toda esperanza una luz muy grande porque la envía nuestro Señor”. Y después, con una sonrisa: “Es que estaba todo muy oscuro…”.
La estrategia florentina de Samoré dio sus frutos el 8 de enero de 1979. Ese día, en el Palacio Taranco de Montevideo, Samoré, Pastor y Cubillos firmaron un acta que fijaba con amplitud el alcance de la mediación y en la que los dos gobiernos se comprometían a no hacer uso de la fuerza, a retornar al “statu quo” de inicios de 1977 y a abstenerse de tomar medidas “que turbasen la armonía entre las dos naciones”. En sus puntos diez y once, el Acta decía:
10. Ambos gobiernos declaran no poner objeción a que la Santa Sede, en el curso de estas gestiones, manifieste ideas que le sugieran sus detenidos estudios sobre todos los aspectos controvertidos del problema de la zona austral, con el ánimo de contribuir a un arreglo pacífico y aceptable para ambas partes. Estas declaran su buena disposición para considerar las ideas que la Santa Sede pueda expresar; 11. Por consiguiente, con este Acuerdo, que se inscribe en el espíritu de las normas contenidas en instrumentos internacionales tendientes a preservar la paz, ambos Gobiernos se suman a la preocupación de Su Santidad Juan Pablo II y reafirman consecuentemente su voluntad conducente a solucionar por vía de la mediación la cuestión pendiente.
Por fin, después de años de negociación, el 29 de noviembre de 1984, pronto harán cuarenta años, los cancilleres de Argentina y Chile, Dante Caputo y Jaime del Valle, firmaron en el Vaticano y ante el papa Juan Pablo II el “Tratado de paz y Amistad entre Argentina y Chile” que puso fin al conflicto por el Beagle. El lunes, en el Vaticano, se recordará la firma de aquel acuerdo y a quienes fueron sus protagonistas. Como en toda ceremonia que celebra la paz, se hablará de la guerra.