Diez años atrás, el fotógrafo irlandés Andrew McConnell vio una escena que despertó en él un repentino interés por los despegues y aterrizajes espaciales: en la tevé, un cohete descendía sobre suelo helado y el equipo terrestre luchaba contra condiciones invernales sumamente hostiles para abrir la cápsula, de la que pronto emergerían tres tambaleantes astronautas.
“Me resultó de lo más fascinante: naves que caen abruptamente en medio de la nada, casi a escondidas, recordándonos de lo que son capaces de lograr las personas cuando colaboran entre sí”, rememora en charla con La Nación quien, por aquellas fechas, necesitaba un atisbo de esperanza. McConnell regresaba de cubrir la guerra de los 50 días en Gaza, un sangriento espiral de ataques y represalias entre Israel y Hamas que lo dejó descorazonado, “habiendo sido yo testigo de la peor cara de la humanidad”.
Entonces, aquel día de 2014, se juró que observaría el fenómeno espacial de cerca, promesa que concretó en unos meses, cuando estuvo frente a Baikonur, el cosmódromo más antiguo de la historia, símbolo –hoy un tanto desvencijado– de los días prósperos de la Unión Soviética.
Ubicado en Kazajistán, en la estepa de Asia Central, el recóndito Baikonur fue la primera puerta del mundo que se abrió al cosmos. Desde allí salió el primer satélite artificial, Sputnik 1, en los 50. Al poco tiempo, la base serviría de trampolín para que, a bordo del Vostok 1, el astronauta Yuri Gagarin se transformara en el primer hombre en volar al espacio. Así, en esta región escasamente poblada, de temperaturas extremas, suficientemente cerca del ecuador para aprovechar la velocidad de la rotación de la Tierra –más rápida en esta línea de referencia–, los hitos se sucedieron uno tras otro, con Baikonur como coprotagonista, tan prevalente que, en la actualidad, sigue en danza.
Es más: “Cada tres meses, un cohete espacial que transporta a tres astronautas a la Estación Espacial Internacional despega desde este cosmódromo. Muy cerca de allí, casi al mismo tiempo, otros tres cosmonautas caen en la estepa profunda de Kazajistán, de regreso a la Tierra”, dice en Some Worlds Have Two Suns (editorial Gost), su flamante fotolibro que culmina una década de trabajo por estos parajes. “Las imágenes de mi obra registran las ideas y venidas a la Estación Internacional en las naves rusas Soyuz, pero además documentan la vida de los kazajos nativos, cuyas existencias terminaron enlazadas accidentalmente con este portal al espacio”.
Aun cuando originalmente tenía previsto fotografiar el arribo de viajeros espaciales en la que resultó la primera de muchas visitas, algo hizo que mudara de planes. En sus palabras, “el encuentro casual con un par de lugareños de Kenjebai-Samai, una aldea próxima a la base, en la provincia de Karaganda, que se habían acercado a ver qué estaba ocurriendo en lo que, en esencia, es el patio trasero de su pueblo. Fue por esta comunidad, aislada, detenida en el tiempo, que seguí regresando”.
En algunas de las imágenes de Some Worlds…, hay vallas y corrales hechos con fragmentos de cohetes caídos del cielo; se puede ver a niños improvisando juegos con esta chatarra galáctica; conos de cápsulas reutilizadas como depósitos de carbón para el invierno. “Ese contraste entre el futuro –representado por la exploración espacial– y el pasado –encarnado en esta gente– me resultó casi tan atractivo como el hecho de que pudiésemos mandar personas al cielo”, destaca el fotógrafo que estuvo allí al menos una docena de veces. Es decir, en el pueblo, “muy pequeñito, a unos 30 kilómetros de Baikonur, cuyos contados habitantes básicamente viven de la cría de caballos”.
Cuenta que, en sus reiterados recorridos por la aldea y zonas vecinas, se hospedó en la misma casa de familia, “porque no encontrás un hotel ni por asomo. Realmente están apartados de todo, soportando heladas durísimas y veranos de calor agobiante. Ni siquiera hay carreteras: se llega por caminos de tierra aunque, con la invernada, se complica por la copiosa nieve. En los hogares, persisten ciertos símbolos soviéticos, aunque nadie habla ruso, solo pura lengua kazaja”.
Tampoco tienen internet ni líneas de teléfono: “Justamente por esta falta de conexión, no andan revisando el calendario de Roscosmos, la agencia espacial rusa. No se enteran de que un cohete está subiendo hasta que les pasa por encima de sus cabezas. Tampoco saben cuándo ocurrirán los descensos: lo descubren porque las partes de las Soyuz caen muy cerca de la aldea. Y ellos las recolectan para reciclarlas: es lo único que obtienen del cosmódromo, y es lo único que les interesa. Para ellos, no hace sentido realizar trayectos de varios kilómetros a caballo para asistir a estos eventos. A su modo, son personas muy prácticas, aunque sí se permiten ciertas fantasías: hay quienes creen que los vuelos espaciales cambian el estado del clima”.
“Es una aldea de orígenes nómadas: se asentaron recién hace unos cientos de años. Quizá por eso sea una cultura tan hospitalaria con el viajero; en mi caso, me dieron la bienvenida con los brazos abiertos, haciéndome partícipe de encuentros en torno a la dombra, especie de ukelele con que acompañan la narración oral de cuentos”.
No parece casual que McConnell haga hincapié en la historia de esta comunidad trashumante: él mismo se ha recibido de trotamundos. Vive a caballo entre Londres y Beirut, aunque al momento de esta entrevista se encontrase de paseo por la balcánica Sofía, en Bulgaria, tomándose un descanso después de completar una travesía naviera por el Ártico, acompañando una misión pacífica de Greenpeace.
Nacido en Irlanda del Norte, empezó su carrera en un diario local cubriendo el tramo final de The Troubles, como se le llama a la guerra civil que, durante décadas, enfrentó a protestantes pro-monarquía con católicos anti-corona británica. Desde entonces, ha pasado tiempo en sitios como Ghana, donde documentó uno de los mayores vertederos de basura electrónica del mundo; ha navegado el Mediterráneo en barcos que rescatan a personas desesperadas que se exponen al peligro de cruzar el mar desde las costas del Líbano, en embarcaciones precarias, buscando asilo en Europa.
También le ha seguido el rastro a exiliados sirios para, cámara en mano, registrar la crisis de los refugiados. Estuvo en la República Democrática del Congo sacando fotos que hacen patente la deplorable situación que atraviesa el país, donde la falta de agua y alimento convive con enfermedades letales y constantes enfrentamientos armados.
Son algunos de los tantos proyectos que va cumpliendo este fotógrafo multipremiado que, entre 2014 y 2018, rodó su primera película: Gaza, documental codirigido junto a su compatriota Garry Keane. Producción que fue elegida para representar a Irlanda como Mejor Película Extranjera en los Oscar de 2020.
Vi tormentas de arena, que arrasaban con el pueblo de la estepa / Vi cohetes que, como visiones, flotaban sobre mí / Vi el aire, lleno de vientos venenosos / Vi el tiempo, que regresa con una retribución celestial, enumera la poesía “Prayer” (2006), de Kulash Akhmetova, autora kazaja contemporánea, cuyos versos abren Some Worlds Have Two Suns. “Quería sumar una voz local y, cuando leí estas líneas, pensé: las imágenes que conjura parecen escritas a la justa medida del proyecto. Además, ella refiere a un tema tan vigente como la fragilidad de la naturaleza, que de algún modo quería que estuviese presente”.
En sus fotos, Andrew captura el atractivo en decadencia de Baikonur, astronautas testeando sus trajes, cápsulas recién llegadas de la Estación Espacial Internacional, pero también se detiene en la hierba reverdecida, en los arbustos aguantando heladas, en aves, perros y caballos que resisten… “El título del libro es un guiño a los prodigios del universo porque, en efecto, existen planetas con dos soles. Pero hoy día, cuando creemos haberlo visto todo a causa de las redes sociales, y nuestra curiosidad parece drenada, es fácil olvidar que estamos rodeados de maravillas”, sostiene.
Cuando la URSS ordenó la construcción de Baikonur, Kazajistán estaba bajo la égida de Rusia; faltaban décadas para que se independizase, algo que sucedió en 1991. “Supongo que en los años 50 nadie tuvo en cuenta que existía la posibilidad de que se emancipase”, desliza McConnell. Y señala que esa contingencia obliga a Roscosmos a llevar adelante sus operaciones espaciales en suelo extranjero, pagando un alquiler significativo, por cierto.
Pese a estar “reservada” hasta 2050, la base podría ser jubilada en cualquier momento, ni bien el cosmódromo de Vostotchny –cuya construcción fue controvertida, plagada de escándalos de corruptela–, esté en pleno funcionamiento. Ya se encuentra parcialmente operativo, lanzando satélites al espacio, y tiene un bonus impagable: está localizada en Siberia. Es decir, en tierra rusa.
“El futuro es incierto, pero algo es seguro: Rusia se está quedando atrás en la carrera espacial, no invierte de la manera en que lo hacen los estadounidenses. SpaceX, por ejemplo, de Elon Musk, innova constantemente para crear naves más grandes y potentes, mientras la tecnología que utilizan los rusos prácticamente es igual desde los 60, 70″, señala. El caso de Baikonur le parece bien ilustrativo: “A pesar de ser uno de los lugares más singulares del mundo, símbolo del primer capítulo de la era espacial, la falta de inversiones ha hecho que se esté viniendo a pique. Lo cual no quita que todavía funcione: manda astronautas a la Estación Espacial Internacional regularmente, sin mayores problemas”.
Y no solo a cosmonautas rusos, aclara: “Tripulantes de distintas agencias, incluida la NASA, compran asientos en las naves Soyuz, lo que ha hecho que este sector sea uno de los últimos donde Rusia y Occidente colaboran, como si el espacio exterior estuviera por encima de cualquier diferencia política. Así ha sido la tradición durante mucho tiempo, pero esta costumbre también corre riesgo. Sería una pena que se perdiera este ámbito de camaradería y cooperación, una de las pocas razones por las que podemos alimentar esperanzas de que el entendimiento, aún entre países enemistados, sea posible”.
Devenido experto en la materia, McConnell explica en Some Worlds… que, en funcionamiento desde fines de los 60, la nave espacial Soyuz todavía es considerada el vehículo espacial más seguro y rentable. Su cápsula, que no es reutilizable, mide solo 2,2 metros de largo y 2,1 metros de ancho, y puede transportar hasta tres personas. Tarda seis horas en llegar a la estación, y el módulo de descenso apenas necesita tres horas y media para regresar a la Tierra. “Después de la retirada del transbordador espacial de la NASA, en 2011, y hasta hace unos pocos años, los lanzamientos de cohetes Soyuz en Kazajstán fueron el único portal en funcionamiento hacia la Estación”, recuerda Andrew y, con acento intencionado, agrega: “La palabra ‘soyuz’ significa ‘unión’ en ruso”.