El marco, siempre imponente en estos años de gloria, era mejor que el cuadro, pero había algo serpenteando que insinuaba que no, que algo bueno debía ocurrir. No se trataba de sostener el liderazgo en las posiciones de estas eliminatorias en las que cazar el boleto al Mundial es un trámite, ni mantener el primer puesto en el promocionado ranking FIFA… Lo que faltaba, y vino a corregir Lautaro Martínez, un delantero de época, era un gesto que se pareciera a la justicia poética. Que le hiciera honor a esta selección que, incluso en horas menos lucidas como estas que transita, sigue siendo una referencia de primer orden mundial. Dicho de otro modo: el año del bicampeonato de América no podía irse con un insípido empate contra Perú. Y no se fue con un justificado 1-0, al cabo, gracias a ese gesto técnico del mismo futbolista que cuatro meses atrás había sellado el título en Miami. Aquella vez con furia, en esta, con una definición de fuoriclasse. Y entonces, la noche ventosa, el valor de la entrada y el sopor del partido cobraron sentido. El gol, golazo, nació en la cabeza de Martínez, pasó por su cuerpo, infló la red y se fue a vivir para siempre a las retinas de los que dirán que estuvieron aquí, de cuerpo presente. Recién después de semejante obra Argentina sintió que podía irse de vacaciones en paz, desde el espacio en el que se acostumbró a vivir: por encima de todos. Justicia poética, eso.
El partido tenía un aire retro desde bastante antes de que la pelota echara a rodar sobre el impecable césped de la Bombonera. El movimiento se había iniciado con el guiño a Papá Noel de la empresa que viste a la selección: Messi y sus muchachos inundaron la previa promocionando una camiseta y una campera setentosas, que se usó por única vez en este partido; un intento de captar bolsillos abultados para que el atuendo vaya directo al arbolito navideño, porque nada es casual. Pero el link con lo antiguo siguió con el partido en marcha: la selección se consumía en toques a los costados, un llamador que los defensores peruanos no se tentaban en comprar. Faltaba profundidad, alguien que se uniera a los intentos de Gonzalo Montiel, ávido por romper con diagonales y darle la razón al entrenador, que lo había respaldado con palabras dulces el día anterior.
También el público lucía vintage. Largos tramos de aplausos tenues y silencio general, como si esta no fuera la selección campeona del mundo. Iban apenas 15 minutos del primer tiempo cuando la escena se tornó definitivamente nostálgica: la tribuna que siempre ocupa la hinchada de Boca empezó a escupir “vale diez palos verdes, se llama Maradona…”. Un homenaje a Diego y a la vez un involuntario retroceso a épocas en las que esas letras eran un reclamo sonado porque Argentina no engranaba. Otra vez: no era la intención de esos cantautores generar un reclamo, pero encajaba perfecto en el color sepia que había abrazado una noche fresca a orillas del Riachuelo.
En toda esa primera etapa, Argentina apenas pasó de la insinuación en un par de momentos. Dos internadas de Mac Allister que orillaron el gol y una transición velocísima que armaron De Paul, Messi, Lautaro Martínez y Julián Álvarez, que estrelló el zurdazo en el palo derecho de Gallese, fueron las jugadas que le dieron trabajo al editor de video: tenia algo bueno que mostrar de esa etapa. Pero Perú, fiel a la idea de Fossati de no acurrucarse contra su arquero, presionaba a los receptores para que la pelota no llegara cómoda a la zona Messi. Entonces, el capitán -entregado con ganas a la causa, aun sin brillar en ese tramo- rodeaba más la cancha de lo que participaba con la pelota.
Así, el ingreso al entretiempo y el arranque del segundo se parecieron un montón: la selección no encontraba atajos ni caminos largos, nada de nada, que generara la sensación de que el estallido que padres, madres, hijos e hijas habían venido a buscar estaba por producirse: el gol. Por eso, cuando vino se celebró doblemente; no había un atisbo de que semejante acto de arte podía perpetrarse. Fue un lujo, un movimiento de Lautaro Martínez plástico y práctico, un salto que elevó su centro de gravedad para impactar la pelota con la pierna izquierda por encima de su cintura. Un golazo que le hizo honor además al empeño de Messi, partícipe necesario de la conquista: fue quien aceleró y le sirvió el pase al goleador, ovacionado con nombre propio tras el grito y sostenidamente aplaudido cuando Scaloni decidió cambiarlo por Giuliano Simeone, que se sumó a la lista de futbolistas que alguna vez jugaron en la selección argentina.
El gol llegó antes que las respuestas a las preguntas que el tono del partido demandaban. ¿Cómo romper ese bloque defensivo que Perú había aceitado con el paso de los minutos? ¿Un revulsivo como Almada, gambeteador de oficio, no merecía la oportunidad de mecharse en ese ataque por momentos demasiado estacionado? Si Mac Allister y De Paul suman más pases errados que bien dados, ¿la rueda de los cambios no debería activarse antes? Al final no hubo necesidad de revolver demasiado en esas cuestiones, en parte porque la liviandad del rival, la selección más floja de las eliminatorias, permitió que los minutos finales transcurrieran con la misma comodidad que mostró un señor canoso para partir escaleras abajo antes de que el acomodaticio Wilmar Roldán -remolón para las tarjetas, poco comprometido con las sanciones- pitara el final. Fue entonces cuando el público, con buenos reflejos, decidió soltar el típico “dale campeón, dale campeón”, mientras los jugadores se perdían en el túnel. Estaban satisfechos, no exultantes. La misión había sido cumplida, ni más ni menos.