Cada puesta teatral es única, y esa es su gracia, más aún en este mundo atiborrado de mediaciones, repeticiones, palabras, imágenes y sonidos imparables y servidos –al menos en apariencia– a la carta. Por eso el escalofrío que nos provoca el parlamento de un actor –su voz, el calor de la actuación, lo palpable de la sala silenciosa y a oscuras– es una de esas raras joyas que conviene atesorar.
Algo similar ocurre con el estremecimiento que provocan ciertas lecturas: aquí no está la voz y el cuerpo presente del otro, pero sí la palabra de un autor, la distancia entre esa palabra y los tiempos personalísimos en que nos vamos permitiendo degustarla.
Pienso en esto porque recuperé un libro publicado a comienzos de este año por Luz Fernández Ediciones: Conversación en las montañas, pieza que el irlandés John Banville escribió en 2006 para la radio de la BBC, y que el escritor, periodista y editor Pablo Gianera tradujo por primera vez al español.
En Conversación en las montañas Banville recrea un encuentro que, se sabe, ocurrió, pero del que no se conoce ningún detalle. En julio de 1967 el poeta Paul Celan aceptó la invitación del filósofo MartínHeidegger a pasar un día en su cabaña de Todtnauberg, Selva Negra (donde escribió la mayor parte de Ser y tiempo).
Nacido en una región que por entonces pertenecía a Rumania, Celan era judío, sus padres fueron asesinados en un campo de concentración y a él mismo, aunque salvó la vida, le tocó padecer la deportación y la barbarie de los “campos de trabajo”. Heidegger era alemán, en 1933 se había afiliado al Partido Nazi y nunca renunció a esa filiación política.
El escritor irlandés hace maravillas al imaginar los posibles espacios de diálogo, los inevitables silencios, el territorio finalmente ríspido por el que habrán transitado dos personajes que, sin duda, buscaban algo que iba mucho más allá de ciertas edulcoradas reconciliaciones
Celan respetaba la obra filosófica de Heidegger; Heidegger respetaba la obra poética de Celan. En esa zona de afinidad –¿la única posible?– nació la jornada que recrea Banville. El escritor irlandés hace maravillas al imaginar los posibles espacios de diálogo, los inevitables silencios, el territorio finalmente ríspido por el que habrán transitado dos personajes que, sin duda, buscaban algo que iba mucho más allá de ciertas edulcoradas reconciliaciones. Sin datos sobre lo que realmente se habló en la cabaña de Todtnauberg, Banville escribe bajo el eco de un poema de Celan: “(…) en este libro/ escrita la línea de/ una esperanza, hoy,/en una palabra/ venidera/ de quien piensa/en el corazón…”. Banville, además, entreteje las voces de Celan y Heidegger con las palabras, hundidas en la memoria de uno y de otro, de Hannah Arendt, Karl Jaspers y Fritzi Antschel, la madre del poeta.
¿Qué se dijeron? ¿Qué no se pudieron decir? Banville, aunque deja abierto el interrogante, se decanta por una decepción: Celan necesitaba una explicación, la “palabra venidera” que Heidegger nunca daría.
Hay un estremecimiento en Conversación en las montañas que me recuerda al que produce Copenhague, la obra de teatro del británico Michael Frayn, donde se recrea otro encuentro: el que tuvieron los físicos Niels Bohr y Werner Heisenberg en 1941. Nadie sabe exactamente qué hablaron, pero Frayn lo imagina y lo convierte en puesta en escena. Heisenberg era alemán; Bohr, danés. Habían sido discípulo y maestro, se respetaban y apreciaban. Uno estaba trabajando para la maquinaria bélica nazi; el otro vivía en territorio ocupado por el ejército alemán. Ambos sabían que la bomba atómica era una posibilidad que estaba al alcance de la física de la época. Su discusión se vuelve más ética que científica: ¿tenían derecho a ofrecer sus conocimientos para que el horror que ya se extendía por el mundo se multiplicara hasta lo indecible? La historia cuenta que Heisenberg no fabricó el arma que el Führer demandaba a gritos; Bohr escapó de Europa y se sumó al Proyecto Manhattan.
Algo quedó sin pronunciarse en Copenhague. Algo no se dijo en Todtnauberg. Quizás en esa “palabra venidera”, en la tragedia y el dolor de su promesa trunca, se cifren las tormentas que aún nos acechan.