En la Plaza Mayor de Lima, el 15 de noviembre de 1573, todo el sitio estaba rodeado de una multitud expectante y de autoridades de la Iglesia, mientras en la hoguera armada para tan especial ocasión, un hombre proveniente de tierras lejanas ardía por defender su manera revolucionaria de pensar.
Su nombre era Mateo Salado, un francés que, marcado por sus creencias luteranas, fue condenado en el primer auto de fe en Lima. Este episodio lo convertiría en uno de los mártires evangélicos más recordados en la historia del Perú colonial.
Una vida marcada por el luteranismo
Mateo Salado, o Matheus Saladé como también era conocido, nació en Francia en 1526. A temprana edad, se trasladó a España, donde su fe católica comenzó a tambalear tras conocer a algunos seguidores del luteranismo en Sevilla.
Estos contactos le abrieron las puertas a una nueva perspectiva religiosa, compartiéndole un ejemplar del Nuevo Testamento en francés, un texto prohibido por la Iglesia católica en aquella época y que difundía los principios protestantes de reforma.
La influencia de estas ideas protestantes transformó profundamente la visión de Salado. Cuando decidió embarcarse hacia América, declaró en su carta de embarque ser católico, pues la adhesión al catolicismo era requisito indispensable para cruzar el océano en esa época.
Sin embargo, llevaba en su mente y su corazón los principios del luteranismo, que había comenzado a arraigarse en Europa. A su llegada al Perú en 1561, estableció su morada en las afueras de la joven ciudad de Lima, donde halló en las huacas —monumentos prehispánicos de gran importancia cultural— un refugio para sus meditaciones y una vida que mantendría a distancia de la sociedad limeña.
Ermitaño en tierras prehispánicas
Mateo Salado optó por un estilo de vida austero, rayando en la pobreza. Habitaba cerca de las huacas, vestía de manera humilde, y su apariencia desaliñada y su comportamiento excéntrico llevaron a la población local a verlo como un lunático.
Vivía como un ermitaño, alimentándose de la caridad de los limeños, a quienes frecuentaba en busca de limosna, especialmente los sábados, cuando asistía a la ciudad para recibir donaciones.
La caridad en esos tiempos estaba fuertemente ligada a la devoción religiosa, y los fieles consideraban un acto piadoso ofrecer ayuda a los más necesitados.
Pero Salado no se limitaba a pedir comida; aprovechaba cada encuentro con los fieles para expresar sus cuestionamientos hacia la Iglesia católica.
Señalaba lo que consideraba desvíos y errores de la institución, condenando la veneración de imágenes, la ostentación de las autoridades religiosas, y su aparente falta de humildad.
Estas críticas reflejaban el pensamiento luterano, que abogaba por una fe basada en la lectura de la Biblia y en un cristianismo sencillo, alejado de las opulencias de la Iglesia católica.
Perseguido por la Inquisición
La Inquisición llegó al Perú en 1570 y, con ella, una nueva época de control y persecución religiosa en la colonia. Salado fue capturado y llevado a juicio, acusado de blasfemia y herejía por las afirmaciones que había hecho en contra de la doctrina católica.
Aunque para algunos parecía un hombre fuera de sus cabales, su lucidez durante las declaraciones sorprendió a los inquisidores, pues respondía con claridad y defendía sus opiniones con coherencia.
Durante el proceso, se le preguntó a Salado si aceptaba las acusaciones de herejía. Su respuesta fue un acto de valentía: no negó su conexión con el luteranismo y admitió haber conocido en Sevilla a seguidores de esta corriente.
Incluso reconoció que poseía una Biblia, un objeto prohibido para quienes no eran miembros del clero. Las autoridades del tribunal comprobaron que era conocedor de varios pasajes del texto sagrado, una habilidad que entonces estaba restringida a los sacerdotes.
Declarado impenitente
Aunque el fiscal del caso sugirió archivar la causa considerando su aparente locura, la presión de los testimonios aumentó. En noviembre de 1571, diez testigos presentaron nuevas acusaciones, asegurando que Salado era hereje.
Esto llevó a los inquisidores a reabrir el proceso y, al escuchar sus respuestas, decidieron considerarlo “reo impenitente”, es decir, alguien reacio a arrepentirse de sus convicciones.
Esto llevó a los inquisidores a reabrir el proceso y, al escuchar sus respuestas, decidieron considerarlo “reo impenitente”, es decir, alguien reacio a arrepentirse de sus convicciones.
Con esta declaración, la Inquisición decidió “relajarlo” a las autoridades civiles, lo que significaba que se le entregaba para la ejecución de la pena capital.
La hoguera en la Plaza Mayor
El 15 de noviembre de 1573, Lima presenció su primer auto de fe, un evento solemne en el que la Iglesia y el poder civil sentenciaban públicamente a los herejes.
Mateo Salado fue llevado a la Plaza Mayor junto con otros cinco reos, quienes recibieron penas menores. Él, en cambio, fue conducido a la hoguera.
En el marco de aquella ceremonia, la multitud lo observó mientras las llamas consumían a este hombre que, por su fidelidad a sus creencias, prefería la muerte antes que la renuncia a sus principios.
Este asesinato se convirtió en mejor ejemplo de como la Inquisición peruana usaba toda la fuerza bruta para defender sus valores cristianos en el virreinato peruano..
El inquisidor Serván de Cerezuela justificó la realización del auto de fe, pese al escaso número de prisioneros, argumentando la urgencia de resolver sus casos debido a la alta incidencia de enfermedades en las prisiones limeñas.
Este primer auto de fe marcó el inicio de una época de control y temor en la colonia, donde la diversidad de pensamiento era severamente castigada.