Un mérito indiscutible le cabe al gobierno de Milei: puso en debate la dimensión y el financiamiento del Estado en la Argentina. Logró instalar ideas básicas y fundamentales, como que el Estado no es un barril sin fondo y que el déficit fiscal es una gigantesca trampa que estrangula cualquier posibilidad de desarrollo. También se ha lanzado a combatir una intrincada trama de regulaciones que complican la vida de los ciudadanos, desalientan la inversión y favorecen la corrupción. No solo ha puesto esos temas en el centro de la agenda, sino que ha avanzado con reestructuraciones y reformas que apuntan a sanear y transparentar el andamiaje público. A veces lo ha hecho con más estridencia que eficacia, pero hay progresos innegables y una aparente vocación para ir a fondo en el desmantelamiento de distorsiones y corruptelas enquistadas en la laberíntica burocracia estatal. Sin embargo, el énfasis en la motosierra, la desregulación y el ajuste parecería mucho más marcado del que se pone en otras necesidades cruciales, como la institucionalidad, la profesionalización y la ecuanimidad en la selección de servidores públicos.
Algunos cambios resonantes, como la reestructuración de la Afip o la reforma del organismo de Inteligencia, no han incluido una selección rigurosa ni transparente de nuevos cuadros de conducción. Para cubrir los puestos más encumbrados se ha recurrido a “amigos”, en algunos casos, o a viejos referentes de esas mismas estructuras que exhiben algo más parecido a un prontuario que a un curriculum.
Resulta indispensable, por supuesto, la voluntad de “resetear” áreas medulares del Estado que habían sido colonizadas por una cultura opaca de utilización política y privilegios sectoriales. Como siempre, sin embargo, es importante el “qué”, pero también el “cómo”. Si la “disolución” de la vieja Afip hubiera ido acompañada por un llamado a concurso nacional para cubrir las máximas jefaturas de la DGI y de la Aduana, hoy estaríamos hablando de un verdadero cambio de fondo. Si se hubiera conformado un jurado de intachable idoneidad técnica y probada independencia para evaluar a los aspirantes a cubrir esos cargos del escalafón nacional, se hubiera dado una poderosa señal a los inversores y a toda la sociedad. Se hubiera inaugurado, de algún modo, la era de un Estado profesional, donde la solvencia le ganara a la militancia y al amiguismo, y donde la ecuanimidad se impusiera frente a la discrecionalidad política.
Tras el traumático relevo en la Cancillería, el Presidente ahora ha puesto el foco sobre el servicio exterior, pero no tanto en su idoneidad como en su “pureza doctrinaria”. El Gobierno anunció una auditoría ideológica entre el personal de carrera que parece remitir, en su formulación y su espíritu, a un proceso inquisidor con tintes de caza de brujas. ¿Se quiere un Estado más eficiente o más “puro” en términos doctrinarios? ¿Se proponen estructuras más competentes y profesionales o más alineadas con el dogma oficialista? ¿Se propicia una atmósfera de libertad y pluralismo o de disciplinamiento y temor?
Por supuesto que es el Presidente el que marca la orientación y los lineamientos de la política exterior, como de toda la gestión de gobierno. Si se hubiera incumplido una instrucción o no se hubiera seguido un procedimiento de consulta, estaríamos frente a una falla de idoneidad, no frente a una deslealtad ideológica. La distinción es fundamental: tiene que ver con la forma en la que se concibe el Estado. ¿Debe ser una estructura profesional, ecuánime y competente, o una maquinaria leal, uniforme y obediente?
Son preguntas que remiten a una cuestión de fondo: ¿cómo se combate la cultura kirchnerista que colonizó el Estado con espíritu de apropiación? ¿con los mismos métodos, pero en sentido contrario? ¿o con una apuesta a los concursos y al escalafón que priorice a los mejores por encima de “los propios”?
Hace pocas semanas el Gobierno anunció un examen para empleados públicos, que se tomará y corregirá través de una plataforma digital para evitar, precisamente, que el proceso se vea contaminado por simpatías o afinidades. Es una medida en la dirección correcta porque apunta a medir la idoneidad y la solvencia con parámetros ecuánimes, alejados de la discrecionalidad y el acomodo. Sin embargo, esa idea parece limitada y hasta incluso contradictoria con otras decisiones gubernamentales que marchan en la dirección contraria.
¿Cuáles fueron los mecanismos de selección y consulta para proponer a un oscuro burócrata con antecedentes vidriosos al frente de la DGI? ¿O para designar como titular de la SIDE a un funcionario sin trayectoria ni experiencia en el complejo mundo de la inteligencia? En esos casos se ha perdido la oportunidad de escuchar opiniones de especialistas, de organizaciones prestigiosas y colegios profesionales de todo el país que tal vez podrían haber aportado nombres, pero sobre todo ideas para dotar a esos nombramientos de mayor institucionalidad. En general se ha actuado con lógica facciosa y de componenda política, no con perspectiva de Estado.
Algo parecido había ocurrido, en los inicios del gobierno, con el despido de Osvaldo Giordano de la Anses. Su designación había surgido de un proceso virtuoso: la consulta con gobernadores. Se lo reconocía como un funcionario solvente e intachable. En apenas dos semanas de gestión descubrió el negociado de los seguros. Pero el voto supuestamente “desleal” de su mujer en el Congreso lo eyectó del Ejecutivo. El mensaje fue desconcertante: la obediencia (y no solo la propia, sino la de “los suyos”), por encima de la capacidad.
Es paradójico, pero al intentar combatir al kirchnerismo con su misma lógica, hasta aparecen en escena nombres “importados” de la “década perdida”. El nuevo jefe de la DGI parece haber mutado de entusiasmo, pero fue un obediente funcionario de la Afip de aquellos años. Llegó a encabezar, incluso, operativos intimidatorios contra empresas perseguidas por el kirchnerismo. En la SIDE vuelven a tallar los nombres de siempre como operadores oscuros de un sistema que, desde hace años, reclama institucionalidad y transparencia.
La Argentina ha extraviado la lógica del concurso. Uno de los grandes daños que le hizo el populismo al Estado es la destrucción de la carrera administrativa y de las líneas técnicas en los organismos públicos, que así perdieron calidad e independencia de los gobiernos de turno. Se arrinconó a los profesionales de carrera para reemplazarlos por una militancia obsecuente que no era llamada a administrar y gestionar, sino a hacer lo que le pedían, aunque fuera inconfesable. Uno de los casos más burdos fue el del INDEC, pero está muy lejos de haber sido una excepción. Obediencia y uniformidad ideológica fueron los requisitos esenciales para “acomodarse” en el Estado. La regla regía para cualquier estamento.
Hoy mismo, en la provincia gobernada por Kicillof, hasta los elencos artísticos oficiales piden primero disciplina partidaria antes que saber actuar, cantar o bailar. Basta recordar el caso del cantante lírico Christian Peregrino, que fue “bajado” del Réquiem de Verdi por pronunciarse en las redes a favor de Milei. Parece un dato anecdótico, pero ilustra hasta qué extremo llega en el kirchnerismo la idea de apropiación ideológica del Estado.
En los ámbitos en los que sobreviven mecanismos de evaluación y concursos, como el de la magistratura, se las han ingeniado para desnaturalizarlos y habilitar la discrecionalidad política. Hay que ver lo que pasa, por ejemplo, con el orden de mérito de los candidatos a jueces: se establece por los antecedentes y por los resultados de un examen, pero después se puede cambiar arbitrariamente por la impresión que dé el candidato en una entrevista personal. Lo ha explicado muy bien el exconsejero Pablo Tonelli en una columna en LA NACION: alguien puede pasar del lugar 30 en el que quedó por un examen a liderar una terna por la evaluación subjetiva que se haya hecho de su actuación en una entrevista. Son trampas que esconden los reglamentos, pero que consolidan la cultura de la discrecionalidad y el acomodo.
Combatir el amiguismo y la obsecuencia es tan importante como combatir el sobredimensionamiento y la corrupción en el Estado.
Concursos confiables y rigurosos serían una garantía de calidad en el servicio público, pero también una defensa contra el “Estado pendular”, en el que cada uno barre a los que están para poner a “los propios”. Sería también una señal de estabilidad y de confianza, valores que no solo dependen de la macroeconomía y que son cruciales para atraer inversiones. Tal vez no estemos demasiado lejos si hubiera voluntad de escuchar.