Un ballo in maschera, ópera de Giuseppe Verdi. Elenco: Ramón Vargas (Riccardo), Alessandra Di Giorgio (Amelia), Germán Alcántara (Renato), Guadalupe Barrientos (Ulrika), Oriana Favaro (Óscar), Fernando Radó (Samuel), Lucas Debevec Mayer (Tom), Crisitan de Marco (Sergio Wamba), Juan González Cueto (juez), Diego Bento (sirviente). Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Dirección musical: Beatrice Venezi. Dirección de escena: Rita Cosentino. Función del Gran Abono, Teatro Colón. Nuestra opinión: muy buena.

La función inaugural de Un ballo in maschera cumplió con todos los requisitos de una buena presentación. El elenco, la orquesta, la puesta en escena y todos los involucrados en el buen devenir de una ópera cumplieron correcta o sobradamente con sus tareas. Con todo, en el final del evento, las emociones intensas no parecieron aflorar y las ovaciones, que no fueron atronadoras, estuvieron destinadas para premiar o agradecer a aquellos cantantes que demostraron sus valías en las arias o escenas de conjunto en las que les tocó intervenir. Casi una rutina de poco voltaje, aun cuando la representación no tuvo ningún punto débil ni, mucho menos, algún accidente inesperado. Las razones de esta situación hay que buscarlas en una ópera que, más allá de la consabida maestría de Verdi, conforme van pasando los años revela toda su insustancialidad, con un argumento remanido, forzado, anodino, insulso y abundoso en lugares comunes que da lugar a que no exista casi posibilidad alguna de identificación con alguno de sus personajes. Tal vez sí, tal vez no, es difícil imaginar que alguna lágrima o alguna conmoción profunda hayan aflorado en algún espectador ante la agonía y muerte de Riccardo, un gobernador noble y magnánimo. A su manera, y sin posibilidad concreta de una medición exacta, la ovación más estruendosa de la noche la recibió Guadalupe Barrientos, que personificando a la bruja/médium/adivina Ulrika, solo aparece en el segundo cuadro del primer acto. Su canto amplio, envolvente, generoso y de un registro sólido en toda su extensión fue suficiente razón para que, cuando salió a saludar, en el final del primer acto, emergiera un griterío y un fragor que nadie más promovería.

Rita Cosentino, con creatividad e ideas claras para consumar una puesta acertada, llevó la acción hacia los comienzos del siglo XX. El toque original o diferente fue darle presencia escénica al hijo de Renato y Amelia, la prenda de cambio dentro de una violenta disputa matrimonial. Con todo, fue apenas un hecho simbólico que, en realidad, poco aportó para darle profundidad a un libreto tan esquemático como forzado y que, en la práctica, no da demasiadas opciones de adaptaciones, aperturas o relecturas. Más aún, su correcta dirección actoral y la certeza de los movimientos escénicos poco pudieron hacer para dar alguna solución creativa ante las innumerables (y extensas) detenciones del avance argumental que inevitablemente tienen lugar cada vez que uno de los personajes entona una o más arias.

Ramón Vargas en Un ballo in maschera, cierre de temporada lírica en el Teatro Colón

En su regreso al Colón, Ramón Vargas demostró que, ya veterano en estas lides, sigue conservando un canto pulcro, atinado y seguro, sin inconvenientes de ningún tipo para alcanzar los agudos que Verdi le sembró profusamente al personaje. Además de haber sorteado con maestría sus numerosas romanzas y arias, se integró perfectamente en todas las escenas de conjunto en las que tuvo que participar. Un párrafo especial para el dúo del segundo acto, cuando, junto con Alessandra Di Giorgio compusieron un dúo impecable en el que manifiestan la alegría y la desazón por un enamoramiento inviable. La soprano italiana demostró ser una gran cantante “multiuso”, capaz de afrontar sin problemas los pasajes trágicos o de coloratura y también de pasearse sin sobresaltos por las zonas graves, con bajos densos. Particularmente notable se mostró en el tercer acto con “Morrò, ma prima in grazia”, suplicando a Renato que le permita despedirse de su hijo. Germán Alcántara, el Renato en cuestión, ofreció una voz amplia y mayormente enérgica a todo lo largo de la ópera, sin tantas variantes, además con bajos no tan espesos. Oriana Favaro entregó toda su gracia, sus certezas y su eficiencia vocal en la construcción de Óscar, ese sirviente masculino al cual Verdi decidió ponerle voz femenina, toda una antigüedad que, a su manera, contribuye también a sumar una ridiculez más a las incoherencias del libreto. Muy seguros, Fernando Radó y Lucas Debevec Mayer pusieron sus voces poderosas para darles vida a los intrigantes Samuel y Tom.

Con una vestimenta blanca y vaporosa que recién se pudo observar cuando, batuta en mano, subió al escenario para saludar, la italiana Beatrice Venezi bien condujo los destinos musicales de la ópera, más allá de algunos desajustes mínimos entre coro y orquesta, quizás producto de las distancias físicas entre uno y otra. Para el final, nuevamente el elogio al desempeño tan breve como brillante de Guadalupe Barrientos. Su personaje es una pitonisa sombría y macabra. Con su voz y su musicalidad, ella la vuelve atractiva y seductora.