Tucker Carlson. REUTERS/Elijah Nouvelage

La buena noticia del reciente escándalo por la entrevista de Tucker Carlson con Nick Fuentes, el fanático de Hitler con un considerable número de seguidores en redes sociales, es que por fin ha obligado a los conservadores a reconocer el antisemitismo que se extiende por sus filas.

Mejor aún: muchos han estado a la altura de las circunstancias. Entre ellos, el senador Ted Cruz, quien criticó a sus compañeros republicanos por ser demasiado tímidos para condenar a Carlson; el consejo editorial del Wall Street Journal, que denunció «este veneno en sus propias filas»; y los miembros de la Fundación Heritage, que dimitieron indignados después de que Kevin Roberts, presidente de la organización, ofreciera una apología aduladora de Carlson. Incluso Roberts se sintió obligado a desautorizar su actuación, aunque insistió en describir a Carlson como «mi amigo».

La mala noticia es que nada de esto va a desaparecer pronto. Si es que alguna vez desaparece.

Supuestamente, el antisemitismo fue erradicado dos veces del ámbito conservador: primero, en la década de 1950, cuando William F. Buckley Jr. decretó que nadie del equipo editorial del antisemita American Mercury aparecería en las páginas de su propia revista, National Review; segundo, en la década de 1990, cuando afirmó que era “imposible defender” a Pat Buchanan de las acusaciones de antisemitismo. Tal era el prestigio de Buckley en la derecha que el mismísimo Carlson emitió su propia denuncia contra Buchanan: “No estoy histérico con respecto al tema”, declaró en el programa “Washington Journal” de C-SPAN en 1999, “pero sí creo que existe un patrón en Pat Buchanan de hostigar a los judíos”.

Ahora, la Fundación Heritage y diversas publicaciones conservadoras presionan al gobierno de Trump para que otorgue la Medalla Presidencial de la Libertad a un Buchanan que no muestra arrepentimiento. La idea de que Winston Churchill, y no el Führer alemán, fue el villano de la Segunda Guerra Mundial —otra de las obsesiones de Buchanan— vuelve a ganar terreno entre la derecha. El odio obsesivo de Buchanan hacia Israel, junto con su convicción de que el lobby proisraelí dicta la política exterior estadounidense, también está ganando adeptos: un reflejo de las posturas de la izquierda antiisraelí y un recordatorio del aforismo francés «Les extrêmes se touchent» (Los extremos se tocan).

¿Cómo sucedió esto? El cinismo es una de las razones. «El hecho de que el antisemitismo sea el socialismo de los necios no es un argumento en contra, sino a favor del antisemitismo; dado que hay tal abundancia de necios, ¿por qué no aprovechar esa idea tan rentable?», observó el filósofo Leo Strauss en 1962. En pocas palabras, su argumento era que la intolerancia propia de los imbéciles —es decir, «Los judíos lo hicieron»— siempre será un filón político en un mundo de imbéciles. Candace Owens, la podcaster de derecha, lo entiende: su popularidad se ha disparado a medida que su odio hacia los judíos se ha vuelto más evidente.

Un segundo factor es la fusión forzada del cristianismo con el conservadurismo.

Los conservadores estadounidenses tradicionales solían creer que nuestros textos sagrados eran la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos; «Reflexiones sobre la Revolución Francesa» y «Camino de servidumbre». Ahora es el Nuevo Testamento. En el pasado, creíamos que las convicciones religiosas debían ser respetadas con mayor rigor en nuestra república laica. Ahora se supone que este es un régimen cristiano que tolera a los judíos (otros, no tanto). Cuando Carlson, durante el funeral de Charlie Kirk, comparó al conservador asesinado con Cristo, abatido por «un grupo de tipos sentados comiendo hummus, pensando: “¿Qué hacemos con este tipo que dice la verdad sobre nosotros?”», la insinuación fue evidente para todos. Entre los conservadores, prácticamente no pagó las consecuencias.

Luego está la ideología política. El movimiento MAGA no es antisemita, pero muchas de sus convicciones fundamentales son cercanas al antisemitismo; es decir, tienden a derivar en una postura antijudía.

La oposición al libre comercio, a una política de inmigración favorable o al derecho internacional que limita la soberanía nacional son posturas políticas legítimas, aunque a menudo erróneas. Pero tienden a fusionarse con estereotipos anticuados sobre el “judío internacional” que opera a través de las fronteras en contra de los intereses de los supuestos estadounidenses de verdad. Seguro que, en algún lugar de las redes sociales, alguien responderá a esta columna señalando que mi abuelo, nacido en Kishinev, se cambió el apellido de Ehrlich a Stephens; prueba, supuestamente, de la astucia que corre por mis venas. Es el tipo de política identitaria de derecha que inevitablemente aparece, donde la pregunta de dónde vienes importa más que la pregunta de adónde quieres ir.

Por último, cabe recordar que el antisemitismo no es simplemente un prejuicio. Es una teoría conspirativa sobre los judíos. ¿Quién mató realmente a Cristo? ¿O quién provocó la peste bubónica? ¿O quién metió a Estados Unidos en guerras innecesarias en Oriente Medio? ¿O quién sustituye a los trabajadores estadounidenses por mano de obra inmigrante barata? La idea de que la política moderna constituye un plan malicioso organizado por una camarilla insidiosa de miembros del poder en la sombra y globalistas a expensas de la gente común es ahora una verdad aceptada en la derecha, paralela a las convicciones de la extrema izquierda sobre los supuestos males de los sionistas y sus patrocinadores multimillonarios.

Los judíos no pueden permitirse el lujo de permanecer indiferentes ante ninguna de las dos amenazas. Al tsunami de antisemitismo progresista que azotó tras el 7 de octubre le sigue otra ola, igual de intensa.

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