“Pegale, pegale más fuerte, no seas maricón”, gritan desde la silla del director. Se estaba rodando una de las películas más emblemáticas del cine argentino y la escena requería de una violencia fuera de lo habitual. Claro, no eran dos actores novatos que podían manejarlos fácilmente, eran dos celebridades del espectáculo nacional. Entonces, el actor en cuestión le pregunta: “¿No te importa que te pegue?”. Ella responde: “No, pegame bien; sos un maricón pegando así”. Entonces él le da un golpe que la tira directo al piso. En el set se hizo un silencio atroz, interrumpido inmediatamente por un “corten”. La actriz se levanta y lo insulta de arriba abajo. Pero la escena sale como esperaban. El director era Lucas Demare, la actriz nada menos que Tita Merello y el protagonista de semejante knock out técnico, Arturo García Buhr, uno de los actores más importantes del momento. Acontecía la primavera de 1950 y estaban filmando Los isleros.

Arturo García Burg (luego suprimió la g y le agregó una h en medio) nació el 16 de diciembre de 1905 en Libres del Sur, un pueblito cerca de Dolores, Provincia de Buenos Aires. Sus padres eran dueños de campos, por lo tanto su infancia y adolescencia transcurrió entre animales y cultivos. Su buena mano para la actividad ganadera lo motivo a estudiar Agronomía, y por ello viajó a Buenos Aires para anotarse en la Universidad. Nunca se recibió y menos trabajó en el rubro. El teatro se había entrometido en su vida y terminó siendo su verdadera pasión.

El inicio de García Buhr tiene dos historias, la oficial y la real. La primera cuenta que, entusiasmado con ser actor, se le plantó a la mismísima Blanca Podestá y le propuso trabajar en su compañía; mientras que la verídica, la que confesaría ya en los últimos años de su vida en una entrevista realizada por el director y hermano de Mirtha Legrand, José Antonio Martínez Suárez, relata que estaba correteando por la Avenida Corrientes a una bella señorita que le había impactado: “La miré, me sonrió pero siguió su camino. La persigo y se mete en la puerta del Teatro Smart (hoy Lola Membrives). Cuando pregunto en boletería, me dicen que ahí daban una obra en la que trabajaba esa chica. Inmediatamente compré una entrada y esa noche la vi en escena; hacía un personaje pequeño, de mucama”. Era el año 1925 y un entusiasta estudiante de Agronomía se había enamorado de la chica de la marquesina. “Como quería verla y hablarle, comencé a ir asiduamente a ese teatro. Una noche la abordé y me contó que buscaban actores para hacer una obra de Gregorio de Laferrere. Y como yo quería estar cerca de ella, era lo único que me importaba –aclara-, esperé al director Alberto Ballerini (marido de Blanca Podestá), le dije que quería trabajar con él, me tomó una prueba y quedé. Mi primer personaje en teatro fue un mozo de bar que no tenía letra. Al final comencé un romance con la señorita, pero el idilio con esa mujer que no recuerdo el nombre terminó pronto; me quedó un amor aún más grande, que fue el teatro”.

En una de esas noches interminables del Smart -hall amplio, techos altísimos y la compañía de Blanca Podestá a plena función de Bajo la garra con aforo lleno- García Buhr encuentra su otro gran amor, el cine. Por aquellos años, las películas se filmaban al mediodía, paraban de tarde/noche porque los actores hacían teatro, y retomaban casi de madrugada. En esa misma sala se comenzó a filmar la película Manuelita rosas del director peruano Ricardo Villarán. Tras una charla con los productores se sumó al film. Entonces tras la función, filmaba en esa misma locación, mientras los exteriores los rodaba en Tigre.

Un joven Arturo García Buhr haciendo alarde de esa cualidad que todos destacaban en él, su porte aristocrático

García Buhr era imponente. Nunca pasaba desapercibido. Quienes lo trataron, lo describían como un caballero hecho a la vieja usanza que imantaba la admiración de los hombres y el enamoramiento de las mujeres. Siempre con un vestuario cuidado, finos modales y porte aristocrático, conquistaba con su sonrisa, tanto en el llano como arriba del escenario o en la pantalla grande. Nunca estudió teatro y se vanagloriaba de ser autodidacta. Solía repetir: “De los buenos actores aprendí lo que se debía hacer, y de los malos, los errores que no debía cometer”. Su faro era Enrique de Rosas, quien brillara en películas como Encadenado (1940) y Mosquita muerta (1946).

Para 1930, García Buhr era un reconocido y prestigioso actor de teatro y cine. Es por ello que su crédito figura en Dancing, la segunda película sonora del cine argentino después de ¡Tango!. La misma se estrenó el 9 de noviembre de 1933 y compartía cartel con Amanda Ledesma y Rosa Catá, bajo la dirección de Luis José Moglia Barth. Durante esa transición del cine mudo al sonoro, los consagrados miraban con pánico semejantes cambios técnicos, ya que muchos de ellos no contaban con una voz colocada e iban quedando uno a uno en el camino. Por el contrario, a García Buhr su grave registro lo potenció a la cima, siendo una de las primeras opciones a la hora de rodar películas en la efervescente industria, dominada por los estudios Argentina Sono Film, fundado por Ángel Mentasti, y Lumiton, de Enrique Susini, César Guerrico y Luis Romero Carranza. Una vez le preguntaron si se sentía en deuda con Guerrico, con quien tenía una disputa constante. Rápido de reflejos, contestó: “Si alguien soy, se lo debo a las películas que Lumiton me propuso y yo rechacé, porque pintaban para fracaso”. Con quien también tendría un ida y vuelta de amor odio fue con Fernando Ayala. Se golpeaba el pecho diciendo: “Yo le rechacé El candidato porque no me había gustado el libro. Después se ofendió”.

En privado

Muy poco se sabe de la vida privada de Buhr. Distante de las fiestas y de la noche porteña, de espalda siempre a halagos excesivos y muy discreto a la hora del amor, solo se le conocen un puñado de vínculos fugaces: Tita Merello en sus comienzos, la chica sin nombre del Teatro Smart y otra celebridad que se fue apagando con el tiempo, la actriz Mariana Martí. Sin embargo, su único y gran amor fue Aida Olivier, bailarina y vedette de gran historia en el Teatro Maipo. Si los calendarios de aquellos años hablaran, dirían que se entrometió en el matrimonio de Olivier y el reconocido cómico Pepe Arias. El celestino habría sido otro pope de la época, Enrique Serrano. El amor los había atravesado, Olivier desapareció un tiempo de la escena artística y Arias, al ver que ya no había vuelta atrás, entró en una profunda depresión de la cual nunca salió, hasta morir en 1967.

Foto del álbum familiar de Arturo García Buhr con su esposa, Aída Olivier

El año 1951 para García Buhr sería un quiebre absoluto en su carrera. Conocería el cielo y el infierno con pocos meses de diferencia. La primera dicotomía se le presentó cuando lo convocan para filmar Los isleros junto a Tita Merello. El problema era que su director no lo quería. La rencilla entre los productores y Lucas Demare, que prefería a Francisco Petrone, ya era una desgastante pulseada sin ganador. Le pidieron una prueba y este se negó a realizarla. Por consejo de los productores, bajó su exigencia y propuso hacer su propio personaje a modo de casting, que no era otro que el de su verdadero padre, hombre de campo adentro. Cabe recordar que el film cuenta la dura existencia de los pobladores de las islas del Paraná. En la misma entrevista a Martínez Suárez, confiesa: “Me presenté en el set maquillado como yo creía que debía ser, vestido como a mí me parecía y le hice tres o cuatro escenas con el personaje joven y mayor, que es como termina el film. Al día siguiente me llamaron para firmar el contrato. Igual discutimos a lo largo de todo el rodaje. Demare lo quería más temperamental y yo más contemplativo. Al final el personaje quedó como yo decía”.

El estreno de Los isleros se realizó con todas las pompas, el 20 de marzo de 1951 en el cine Ópera (hoy Teatro Ópera). Todos los protagonistas de la película estaban en sus palcos, incluso una invitada de honor, la cantante Lolita Torres. Con el cartel de localidades agotadas, los organizadores del evento contaron que una vez finalizada la proyección, tanto Tita Merello como Arturo García Buhr debieron refugiarse en la boletería hasta altas horas de la madrugada debido a que el público los reconoció y le pedían además de autógrafos, todo tipo de ayuda económica y personal. La morocha del Abasto perdió su sombrero, le rompieron la cartera y le desgarraron el abrigo, mientras que a Buhr le desacomodaron la corbata, le arrebataron unos botones del saco y extravió en el tumulto uno de sus zapatos.

Irremediables diferencias

Pero lo que fue una anécdota entre graciosa y cotidiana para la época, se volvió más grave cuando Juan Domingo Perón regresa al poder y las diferencias con el actor ya eran irremediables. Desde el Gobierno debían “castigar” de alguna manera al film, por lo que de repente una minuciosa inspección cayó una noche al teatro y verificaron que los boleteros sacaban localidades de la taquilla para revenderlas con sobreprecio (acto que incluso hoy es penado por la Ley) y por primera vez en la Argentina se clausuró una sala de cine.

Para mediados de 1951, la grieta entre peronistas y antiperonistas no se dirimía en los medios, como en la actualidad, sino con el exilio. Acérrimos detractores de Perón, artistas de la talla de Delia Garcés y Libertad Lamarque, ya habían hecho sus valijas hacia México. Las horas de García Buhr estaban contadas solo faltaba la señal que lo confirmara. Y llegó a través de una carta del subsecretario de Informaciones y Prensa de la Nación Argentina, Raúl Apold, la cual nunca abrió y rechazó. El actor imaginaba que lo estaban invitando a participar del ciclo radial de propaganda peronista Pienso y digo lo que pienso. Frente a tal negativa, al día siguiente, agentes de seguridad le prohibieron ingresar a su propio Teatro Versalles, donde estaba presentando dos obras y su socio colgó un cartel informando que en las funciones lo reemplazaría el actor Florindo Ferrario. Esa misma madrugada, Buhr y su mujer acudieron a la comisaría para renovar el pasaporte y viajar a Montevideo para escriturar un supuesto terreno a su nombre, pero se lo negaron. Dos días después, el 8 de octubre de 1951, llegaron en taxi a la frontera con Chile por el camino de la Cordillera y cruzaron a pie. Su exilio comenzó en Santiago, continuó en Lima y terminó en Madrid, donde trabajó como actor de teatro. Muchos años después Apold de manera irónica agregó entre periodistas: “Si García Buhr hubiese abierto el sobre, se habría enterado de que no lo invitábamos a actuar en Pienso y digo lo que pienso sino en Estrellas a mediodía”. Nadie se rio.

A lo largo de su carrera, Buhr participó en más 30 películas e infinidad de obras de teatro, protagonizando y dirigiendo. Entre sus trabajos más recordados se encuentran en la pantalla de celuloide, Así es la vida, (versión de 1939), Un guapo del 900 (1960) y Los chicos crecen (1942), por la que fue galardonado con el premio a Mejor Actor por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina. Otro hito en su vida fue El inglés de los güesos (1940) donde interpretaba a un profesor angloparlante. Para ese rol, contrató de forma privada a un inglés con quien probaba los diálogos en los descansos de la filmación hasta encontrar el tono justo de su voz. En 1956 filmó Después del silencio, con Lucas Demare.

El último escenario

Metódico como pocos profesionales de las tablas, García Buhr tenía en mente cumplir 50 años de profesión y retirarse. Los motivos nadie los entendía, tampoco se justificaban. Estaba en su plenitud, aunque ya sin esa impronta de galán recio, aunque su nombre sumaba siempre que figuraba en el cartel. Y fue en 1974 cuando realizó su última temporada teatral, como director y protagonista de la obra No importa cómo, de Jason Miller. En la noche de la última función, tras ver el telón caer, reconoció: “Sentí como una guillotina que me decapitaba, quedé frío, conmovido, en silencio. Todo había terminado”. Nunca más pisó un teatro.

Una imagen de abril de 1974; el elenco de la obra No importa cómo (Arturo García Buhr, Ignacio Quirós, Guillermo Murray, Luis Dávila y Fernando Labat), que tuvo producción de Alejandro Romay

Sin embargo, le quedaban un par más de balas en la cartuchera. Era joven, sus 69 años le ofrecían unas vueltas más de calesita y aceptó filmar otro de sus grandes films, estaba vez de la mano de su amigo y colega Martínez Suárez, Los muchachos de antes no usaban arsénico. Esa película no le dejaría un grato recuerdo, ya que según los historiadores, se estrenó la misma noche del golpe de 1976. Su carrera artística terminaría con los films El infierno tan temido (1980) junto con Graciela Borges, y La Rosales, en 1984, con una brillante Alicia Bruzzo como protagonista.

Ganador de muchos premios -entre ellos el Podestá, en 1991, a la Trayectoria Honorable- para mediados de 1995 Buhr estaba retirado desde hacía ya una década. Sus días pasaban junto a su mujer, recluidos en el coqueto barrio de Recoleta, con un itinerario que implicaba caminar por Plaza Francia, un café en La Biela y cenar milanesas con puré de calabazas en el restaurante Las Delicias, de Quintana y Avenida Callao. Aquellas repetitivas jornadas terminaban siempre con un vaso de whisky importado expectante en su mesa. Sin embargo, una fuerte depresión comenzó a empantanar sus pensamientos. El espejo le devolvía su imagen más frágil debido a una dura enfermedad, el dinero comenzaba a agotarse y la falta de propuestas laborales le lastimaba el ego.

Aída Olivier y Arturo García Buhr, en una de sus rutinas cotidianas: la parada en un bar clásico de su barrio, Recoleta

El 5 de octubre de 1995, Buhr, con sus 89 años, se despertó a las 7 de la mañana, le pidió a su mujer que vaya a comprar el diario y, cuando ella regresó, estaba muerto de un disparo en la sien. En minutos, su casa de la Avenida Alvear al 1800 se llenaría de policías, curiosos, vecinos y medios.

Al día siguiente, se realizó el velatorio en el vestíbulo del Teatro Nacional Cervantes. Entre las ofrendas florales más impactantes se destacaban la del secretario de Cultura de la Nación, Mario O’Donnell, y la de Mirtha Legrand. Muchas estrellas concurrieron, embanderadas por China Zorrilla, Alejandro Romay y Ricardo Darín. Tres años después, en 1998, falleció su mujer, la actriz y bailarina Aída Olivier. Descansan juntos en el cementerio de la Recoleta.